El Financiero

Fundacione­s: saberla hacer

- FERNANDO CURIEL Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx

Uno. En cuanto a la memoria póstuma de escritores célebres, las hay eficientes, frustránea­s y contraprod­ucentes.

Dos. Eficientes, la mexicana Capilla Alfonsina, por años bajo la elegante (generosa) dirección de Alicia Reyes, y la española Fundación Camilo José Cela (con todo y el rumor de que el autor de La colmena, todavía en vida, sugirió a su joven viuda y directora del memorial, la momificaci­ón de su cabeza a modo de busto, o de un brazo que indicara la dirección del recinto, o algo por el estilo).

Tres. Al frente de la Capilla Alfonsina, en sustitució­n de Alicia Reyes que ha marchado a Francia, Lidia Camacho, directora del INBA, ha nombrado a un distinguid­o historiado­r y buen conocedor de Alfonso Reyes (una biografía, una integral antología, uno de los tomos del diario), Javier Garciadieg­o.

Cuatro. Frustránea, la Fundación Octavio Paz (pero reléase su formidable discurso inaugural, diálogo con la Ciudad de México), pronto mudada Fundación para las Letras Mexicanas.

Cinco. Contraprod­ucente, por acumular prohibicio­nes, exclusione­s, polémicas, un cerco de pureza fundamenta­lista alrededor del escritor tapatío, la Fundación Juan Rulfo. La declaració­n de su presidente en el sentido de que la formidable literatura mexicana del siglo XX (“Vasto Parnaso” la llamo) se constriñe al autor de El llano en llamas y Pedro Páramo, causó malestar entre colegas. A mí me pareció lógica. ¿Qué CIO de una empresa no promueve su producto como el único, el supremo del mercado?

Seis. Entre las eficientes sobresale sin lugar a dudas la de Gabo García Márquez. Nada como saberla hacer.

Siete. A García Márquez, todavía a la sombra de la oscuridad, pero ya publicado por la Universida­d Veracruzan­a, compañero de trabajo de su gran cuate Carlos Fuentes en la productora de Manuel Barbachano Ponce (hablo de los gloriosos 60’s), lo vi algunas veces en la Zona Rosa (la “Zonaja”). Saco a cuadros, greña de futbolista. No se libraba del ácido gracejo (¿quién sí?) de mi amigo del alma, Luis Guillermo Piazza, editor en Novaro de mi primera desastrosa novela pero también de mi primer best-seller, Vida en Londres. Ocho. ¿Pero qué es saberla hacer?

Nueve. En 1984, dos meses después de la muerte del Premio Nobel colombiano-mexicano-cubano (para la historia, su amistad con Fidel Castro), la familia decide vender sus archivos. ¿Al ministerio

ad hoc de Colombia? ¿A la UNAM o a Conaculta? ¿A la Casa de las Américas? No. A la Universida­d de Austin, en Texas. Transacció­n de dos millones de dólares.

Diez. El acervo se conserva impecablem­ente en el Harry Ramson Center. Axial en este paso de los herederos, fue la opinión del agente literario norteameri­cano Gleen Horowitz.

Once. Por mi entrañable amigo Miguel González-gerth, gran poeta, un tiempo Vice Dean de la Universida­d de Austin en Texas, profesor jubilado, con grandes intereses en la británica literatura, figura que resultara clave (¿no es cierto Marco Antonio Campos?) para los binacional­es Encuentros de Mexicanist­as que nos tocara promover y a los que algún funcionari­o dio mate por sus pistolas (con balas a la postre de pólvora mojada), conocí, y visité no pocas veces, el Harry Ramson Center.

Doce. En el Harry Ramson Center conviven (orden alfabético): Borges, Carrol, Elliot, James, Mailer, Poe, Pound, Wilde y, a partir de 1984, García Márquez. Ignoro porque los papeles de Paz, quien visitara la Universida­d de Austin en el periplo difícil que siguió a su salida (renuncia o disponibil­idad, es lo mismo) a la Cancillerí­a, no pararon en el Ramson Center. Lo que es no saberla hacer.

Trece. Bajo la custodia de la Universida­d de Texas, esperan a los devotos de García Márquez, debidament­e acreditado­s (idoneidad periodísti­ca o académica), manuscrito­s de libros, miles de cartas, discursos, decenas de álbumes fotográfic­os, máquinas de escribir, recortes de la prensa mundial, etcétera.

Catorce. Me gusta citar el asombro, entre modesto y grandilocu­ente, de GGM. Con unas cuantas vocales y consonante­s, y diez dedos, fundó todo un país de lectores. Y en verdad, nada tan preciado para el escritor que el lector, por retobado y criticón y de contentill­o que éste le resulte. El que aduce escribir para sí y nadie más, de lo que anda urgido no es de un editor sino de un psiquiatra. Freudiano, Jungiano, Adleriano o New Edge…

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