2017: juego nuevo
Tres tendencias se revelan en el comportamiento de las elecciones locales en Coahuila, Estado de México y Nayarit. En primer lugar, la dispersión del voto. La transición democrática creó un sistema de partido moderadamente fragmentado y altamente disciplinado. En buena medida, la estabilidad política y las dinámicas de cooperación se deben a ese modelo. Si bien el número de partidos en la transición y las alternancias ha oscilado entre seis y once, tres partidos políticos concentraron prácticamente la totalidad de los votos emitidos en las urnas y de los asientos de representación en las cámaras federales. Entre 1997 y 2006, nueve de cada diez votos tuvieron como destinatario a los tres partidos de la transición. A nivel local, y salvo algunas contadas excepciones, el sistema de partidos se estructuró en un bipartidismo competitivo: generalmente, dos fuerzas disputaban el grueso de las posiciones de poder político. En el agregado, estos tres partidos monopolizaron las opciones electorales, tanto a nivel nacional como local.
Esta tendencia empezó a revertirse a partir de 2009. El número de partidos no aumentó en comparación con años anteriores (ocho), pero la distribución de votos entre éstos empezó a alterarse notablemente. Para 2015, los tres partidos mayoritarios obtuvieron, conjuntamente, seis de cada diez votos. Varios factores incidieron en esta circunstancia: la modificación del régimen de coaliciones (sistema de emblemas separados), el modelo de comunicación política (prerrogativa gratuita de acceso a radio y televisión, en particular), la incorporación de las candidaturas independientes y el surgimiento de Morena. El sistema de partidos gradualmente se ha fragmentado hacia cuatro o más opciones, con todo lo que esto implica en términos de legitimidad de origen y de pulverización de la representación congresional.
En segundo lugar, la rutinización de las alternancias. Si el PRI pierde Coahuila y el Estado de México este año, sólo tres entidades federativas no habrán experimentado cambios de partido en el gobierno (Campeche, Colima e Hidalgo). En la víspera de 2018, más de la mitad de las entidades federativas ya habrán tenido, al menos, una alternancia. Esto supone que la dimensión de castigo del voto se ha asentado paulatinamente en nuestra cultura política y en los hábitos cívicos de los mexicanos. Pero también implican distintos desafíos para la gestión de lo público. Las alternancias implican, en la mayor parte de los casos, rupturas en la continuidad de agendas y curvas inevitables de aprendizaje, sobre todo en el contexto de la ausencia de administraciones públicas profesionalizadas, estables y basadas en mérito. Todo parece indicar que las alternancias llegaron para quedarse, pero poco hemos hecho para atemperar el estrés que provoca que el ganador se lleve todo y el perdedor pierda todo.
En tercer lugar, el peso específico del perfil del candidato, por encima de la capacidad de movilización de los partidos políticos. Desde que las ideologías han perdido peso como interruptores de activación política, la decisión electoral termina focalizada en los atributos y defectos de los candidatos. Las nuevas realidades de comunicación han trasladado la disputa electoral de las estructuras de movilización hacia las estrategias de persuasión. Un partido sin un buen candidato, por más hegemónico que pueda ser en un determinado contorno político, tiene altas probabilidades de derrota. Por el contrario, un buen candidato puede prescindir, incluso, de las fortalezas organizativas de los partidos. El problema es que este fenómeno, común por cierto en las democracias contemporáneas, tiende al personalismo de la política y al debilitamiento, en el largo plazo, de las racionalizaciones institucionales. Personas antes que los programas: disrupciones demagógicas por encima de la construcción crítica de una visión de la realidad.
De las elecciones locales de 2017 emergerán gobiernos divididos, sin mayoría congresional estable y con legitimidad minoritaria de origen. Nuevas alternancias sin asideros de continuidad en la conducción de las administraciones. Culto a la personalidad carismática en lugar de instituciones robustas que las domestiquen. Un anticipo de lo que podrá venir para el país en el 2018. La constatación de que no podemos gobernar a este país con las claves de la transición ni con las instituciones de la transición. Hay juego nuevo en la República, por más que nos empeñemos en negarlo.