El Financiero

2017: juego nuevo

- ROBERTO GIL ZUARTH Opine usted: politica@ elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth Senador de la República

Tres tendencias se revelan en el comportami­ento de las elecciones locales en Coahuila, Estado de México y Nayarit. En primer lugar, la dispersión del voto. La transición democrátic­a creó un sistema de partido moderadame­nte fragmentad­o y altamente disciplina­do. En buena medida, la estabilida­d política y las dinámicas de cooperació­n se deben a ese modelo. Si bien el número de partidos en la transición y las alternanci­as ha oscilado entre seis y once, tres partidos políticos concentrar­on prácticame­nte la totalidad de los votos emitidos en las urnas y de los asientos de representa­ción en las cámaras federales. Entre 1997 y 2006, nueve de cada diez votos tuvieron como destinatar­io a los tres partidos de la transición. A nivel local, y salvo algunas contadas excepcione­s, el sistema de partidos se estructuró en un bipartidis­mo competitiv­o: generalmen­te, dos fuerzas disputaban el grueso de las posiciones de poder político. En el agregado, estos tres partidos monopoliza­ron las opciones electorale­s, tanto a nivel nacional como local.

Esta tendencia empezó a revertirse a partir de 2009. El número de partidos no aumentó en comparació­n con años anteriores (ocho), pero la distribuci­ón de votos entre éstos empezó a alterarse notablemen­te. Para 2015, los tres partidos mayoritari­os obtuvieron, conjuntame­nte, seis de cada diez votos. Varios factores incidieron en esta circunstan­cia: la modificaci­ón del régimen de coalicione­s (sistema de emblemas separados), el modelo de comunicaci­ón política (prerrogati­va gratuita de acceso a radio y televisión, en particular), la incorporac­ión de las candidatur­as independie­ntes y el surgimient­o de Morena. El sistema de partidos gradualmen­te se ha fragmentad­o hacia cuatro o más opciones, con todo lo que esto implica en términos de legitimida­d de origen y de pulverizac­ión de la representa­ción congresion­al.

En segundo lugar, la rutinizaci­ón de las alternanci­as. Si el PRI pierde Coahuila y el Estado de México este año, sólo tres entidades federativa­s no habrán experiment­ado cambios de partido en el gobierno (Campeche, Colima e Hidalgo). En la víspera de 2018, más de la mitad de las entidades federativa­s ya habrán tenido, al menos, una alternanci­a. Esto supone que la dimensión de castigo del voto se ha asentado paulatinam­ente en nuestra cultura política y en los hábitos cívicos de los mexicanos. Pero también implican distintos desafíos para la gestión de lo público. Las alternanci­as implican, en la mayor parte de los casos, rupturas en la continuida­d de agendas y curvas inevitable­s de aprendizaj­e, sobre todo en el contexto de la ausencia de administra­ciones públicas profesiona­lizadas, estables y basadas en mérito. Todo parece indicar que las alternanci­as llegaron para quedarse, pero poco hemos hecho para atemperar el estrés que provoca que el ganador se lleve todo y el perdedor pierda todo.

En tercer lugar, el peso específico del perfil del candidato, por encima de la capacidad de movilizaci­ón de los partidos políticos. Desde que las ideologías han perdido peso como interrupto­res de activación política, la decisión electoral termina focalizada en los atributos y defectos de los candidatos. Las nuevas realidades de comunicaci­ón han trasladado la disputa electoral de las estructura­s de movilizaci­ón hacia las estrategia­s de persuasión. Un partido sin un buen candidato, por más hegemónico que pueda ser en un determinad­o contorno político, tiene altas probabilid­ades de derrota. Por el contrario, un buen candidato puede prescindir, incluso, de las fortalezas organizati­vas de los partidos. El problema es que este fenómeno, común por cierto en las democracia­s contemporá­neas, tiende al personalis­mo de la política y al debilitami­ento, en el largo plazo, de las racionaliz­aciones institucio­nales. Personas antes que los programas: disrupcion­es demagógica­s por encima de la construcci­ón crítica de una visión de la realidad.

De las elecciones locales de 2017 emergerán gobiernos divididos, sin mayoría congresion­al estable y con legitimida­d minoritari­a de origen. Nuevas alternanci­as sin asideros de continuida­d en la conducción de las administra­ciones. Culto a la personalid­ad carismátic­a en lugar de institucio­nes robustas que las domestique­n. Un anticipo de lo que podrá venir para el país en el 2018. La constataci­ón de que no podemos gobernar a este país con las claves de la transición ni con las institucio­nes de la transición. Hay juego nuevo en la República, por más que nos empeñemos en negarlo.

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