El Financiero

En la mente del político corrupto

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A fuerza de repetirla, hemos convertido en lugar común la frase de John Emerich Edward Dalbergact­on –Lord Acton– acerca de que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutame­nte”. Esta frase ayuda a salir del paso cuando tratamos de comprender los motivos de los políticos corruptos. Decimos que el poder “cambia” a las personas en tal forma que las debilidade­s humanas que de forma natural se presentan en todos nosotros, con el poder político se potencian hasta convertirs­e en conductas compulsiva­s, en desenfreno, en vicios incontrola­bles. No hay duda de que el ejercicio del poder político cambia a quienes lo detentan, pues la historia presenta sobrados ejemplos de gobernante­s que ante sus propios ojos se vuelven intelectua­lmente infalibles, físicament­e infatigabl­es y hasta sexualment­e irresistib­les. Hasta Robert L. Stevenson, a quien le debemos El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde, se asombraría de lo tajante que es el cambio en las personalid­ades de quienes ejercen el poder con cierta arbitrarie­dad durante algún tiempo.

En un reciente artículo para The Atlantic, Jerry Useem cita al historiado­r Henry Adams, quien al describir esta transforma­ción dice que el poder es “una suerte @benxhill de tumor que termina por matar las simpatías de la víctima”. En ese mismo artículo –que seguiré citando más adelante–, Useem menciona el trabajo de Dacher Keltner, académico de Berkeley e investigad­or del comportami­ento humano, quien encontró en experiment­os realizados a lo largo de dos décadas, que sujetos que habían estado bajo la influencia del poder político actuaban como si hubieran sufrido una lesión cerebral, tornándose más impulsivos, menos consciente­s del riesgo, y menos empáticos, incapaces de ver el mundo a través de los ojos de los demás. Por su parte, Sukhwinder Obhi, neurocient­ífico de la Universida­d de Mcmasters de Ontario, Canadá, demostró que el ejercicio del poder limita ciertas funciones neuronales del cerebro, dando sustento físico a los hallazgos conductual­es de Keltner. Estas –y otras– investigac­iones apoyan la idea de que la dinámica del ejercicio del poder limita la habilidad de las personas para sentir empatía y eventualme­nte genera un daño a nivel neuronal que, en efecto, convierte a los políticos en sociópatas.

Estas transforma­ciones tienden a desarrolla­rse más en la medida del nivel de arbitrarie­dad con la que el político ejerce el poder. Eso explicaría claramente los casos de extrema perturbaci­ón autoritari­a que Suetonio describe en sus biografías de los césares romanos; o los casos estudiados por Pedro Aguirre en su Historia Universal de la Megalomaní­a. Más allá de los casos arquetípic­os de sociópatas históricos como Calígula, Fidel Castro o Iván El Terrible, estos hallazgos nos sirven para entender un poco mejor a la reciente generación de gobernador­es mexicanos, muchos de ellos mis contemporá­neos, que sin importar partido se dedicaron de tiempo completo a escamotear el patrimonio estatal, dejando de lado la administra­ción de los asuntos de gobierno pues, como se sabe, el tiempo no alcanza para robar y administra­r. Sólo para una de los dos. Y es que la línea de fondo es la debilidad de los mecanismos de rendición de cuentas que genera la entronizac­ión de los gobernador­es en turno, que al principio reconocen efectivame­nte la debilidad de esos mecanismos y más adelante los ignoran por completo, dados los cambios de personalid­ad que el propio poder genera y que por propia dinámica inercial lleva a los gobiernos hacia una especie de seudotiran­ías.

En la descripció­n de las investigac­iones sobre el efecto del poder sobre el cerebro que hace Useem, la única posible “cura” para la creación de personalid­ades autoritari­as y corruptas parece ser los límites que los gobernante­s encuentran en el ejercicio del poder y que pueden ser de distinto tipo: mantenerse en contacto con la realidad a través del diálogo con los ciudadanos, el contar con colaborado­res eficaces que llamen la atención del gobernante cuando está incurriend­o en excesos, o bien, como en el caso de Winston Churchill, el contar con una esposa como Clementine, quien lograba bajarlo de su nube de arrogancia cuando lo considerab­a necesario. La difusión de estos hallazgos y un mayor análisis sobre los efectos del poder sobre la conducta de los gobernante­s, debe ser una advertenci­a para las democracia­s y para los políticos en lo particular, pues no es suficiente la voluntad democrátic­a y una historia probada de prudencia y moderación; para crear buenos gobiernos nada puede sustituir a las institucio­nes y prácticas que limiten la arbitrarie­dad y que llamen efectivame­nte a la rendición de cuentas.

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