FUERA DE LA CAJA
Hace poco más de treinta años, un profesor de nombre Benedict Anderson publicó un libro que lo hizo famoso: Comunidades Imaginarias. La propuesta de Anderson es que la Nación no es una construcción natural, y por lo mismo no resulta de tener un idioma común, o la misma religión, o ni siquiera una historia similar, sino que surge de la construcción cultural que hace imaginar a quienes viven en ella que son parte de una comunidad.
Como usted sabe, la idea de nación es algo muy reciente. De acuerdo con los internacionalistas, surge con la Paz de Westphalia de 1648, que dio fin a la Guerra de los Treinta Años, el enfrentamiento más sanguinario en la historia de la humanidad (en términos relativos). Antes de esa guerra, Europa estaba dividida en territorios que eran propiedad de personas y familias. Después, aparecieron territorios que ya no tenían un “dueño”. Sin embargo, el gran crecimiento de la idea de Nación es muy posterior a ello. Yo sigo creyendo que las primeras naciones son las que construimos en América, pero no abundan historiadores que volteen para acá en esos temas, y suelen concentrarse en Europa, donde el triunfo de las naciones ocurre con el fin de la Primera Guerra, y el clímax del nacionalismo es precisamente la Segunda. Una idea bastante sangrienta, según parece.
La Guerra de los Treinta Años y varios enfrentamientos contemporáneos tienen un fuerte componente religioso. Aunque Lutero inició la fractura de la Iglesia Católica justo cien años antes del inicio de esa guerra, fue en ella donde se definieron los territorios de cada fe. Es también ella lo que provoca la primera colonización de Estados Unidos, y las diferentes culturas que existen hoy ahí.
Cada nación construye una narrativa que le dé estabilidad y unidad, con datos ciertos, interpretaciones libres, y algunos mitos que permitan que la narrativa sea atractiva. Héroes y villanos, tragedias y milagros, éxitos y derrotas tienen que llevar a un cuento accesible para la población en general, que debe ser creíble y motivador. Estados Unidos enfatiza el papel de los “Padres Fundadores” y el “melting pot”, Italia la herencia de Roma, Gran Bretaña su excepcionalidad, Rusia su expansión imperial, China su tradición milenaria. Nada de eso es totalmente cierto ni falso por completo. Y no importa, lo que cuenta es el cuento.
Sustituir a la religión como el factor de unidad con un cuento terrenal, por muy bueno que sea, no es cosa fácil. A los humanos no les gusta morirse, y necesitan alguna esperanza de que eso no ocurrirá. Las religiones ofrecen otros mundos, eternidad del alma, protección de espíritus y antepasados. Aunque el proceso de reemplazo de la religión inició con la letra impresa, el éxito, me parece, se alcanzó con los medios masivos. A través de ellos las personas sí viven en otros mundos, y han visto la transformación de otros como ellos en algo diferente y permanente: la celebridad. El dicho de John Lennon en 1966, “somos más populares que Jesucristo”, es más importante de lo que se cree.
El papel del cine, inicialmente, y después la televisión, en la construcción de las naciones del siglo XX no es cosa menor. Desde Leni Riefenstahl sosteniendo a Hitler y Eisenstein a Stalin, hasta la construcción de los cuentos actuales a través de series como Juego de Tronos, El Señor de los Anillos, Harry Potter,o The Walking Dead.
En la misma lógica, las redes sociales, y su antecedente los “realities” creo que son fundamentales para entender el derrumbe de las naciones. En ellos no hay un cuento, hay miles de realidades inanes. No hay unidad y estabilidad, sino dispersión y decepción.
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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey