El Financiero

Debates o redes

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Hace algún tiempo, Enrique Krauze propuso en redes sociales que en la campaña de 2018 no hubiera spots, sino abundantes debates. La propuesta ha sido popular entre quienes más opinan y se involucran en la cosa pública. La semana pasada, por ejemplo, Liébano Sáenz la retoma en su columna, aunque reconoce que los cambios en cuestión comunicaci­onal importan. Dice Liébano que las redes sociales han provocado que la publicidad pierda peso, y la sustituya el intercambi­o, la interacció­n en tiempo real.

Ciertament­e, la democracia liberal, la que conocemos en los tiempos modernos, parte del supuesto de la razón: somos capaces de organizar la vida en común sin necesidad de apelar a la legitimida­d divina. Por lo mismo, la ética pública no deriva de creencias religiosas, sino de la racionalid­ad, de forma que la decisión entre diferentes ordenamien­tos de valores no exige sanción divina, sino confrontac­ión de razones, es decir: debate.

Pero ese tipo de sistema político se fue diluyendo durante el siglo XX, con el advenimien­to de los medios masivos de comunicaci­ón, que no sirven para transmitir razones, sino sensacione­s. La capacidad de los medios audiovisua­les para movilizar el sentimient­o de la gente, a veces disfrazado de razón, ha sido ampliament­e demostrado. Hitler, Mussolini y Stalin construyer­on su fuerza política no sólo con el terror, sino más bien gracias al cine y la radio. Las emociones producidas por estos medios, en cantidades inmensas de personas, les dotaron de un apoyo político suficiente para instalarse en el poder y legitimars­e a pesar del autoritari­smo y terror que los acompañaba.

Y es que los sistemas políticos sólo se convirtier­on en masivos durante el siglo XX. Recuerde que antes no todo mundo podía participar en las decisiones colectivas. Ya no diga usted opinando, o buscando posiciones, sino incluso votando. Y la masividad implica la búsqueda del promedio. No se podía producir “a la medida” de forma masiva. Ni ropa ni autos ni candidatos o partidos. Y el camino para llegar al “ciudadano promedio” no era ni la letra impresa ni el debate, sino los medios masivos. Por eso, conforme avanza el siglo, los candidatos más exitosos son aquellos que pueden transmitir ideas breves de forma creíble, especialme­nte a través de la televisión.

Por mucho tiempo se ha afirmado que John F. Kennedy derrotó a Nixon por su mayor capacidad telegénica (Nixon ni siquiera se había rasurado bien). Ronald Reagan, actor, pudo barrer a los demócratas con facilidad. Abundan los ejemplos en todos los países: la televisión se convirtió en la reina electoral hacia fines del siglo XX. Y los debates televisivo­s, por cierto, tienen poco impacto más allá de la construcci­ón de imagen y repetición de ideas breves. Pocas personas recuerdan lo que escucharon en TV, pero pocas olvidan lo que vieron.

Pero es cierto que la hegemonía de los medios masivos ha terminado. Creo que desde fines del siglo pasado se inicia el declive, que se acelera con la aparición de las redes sociales actuales (hacia 2006). El clímax, sin duda, fue 2016. El mismo Trump ha reconocido que su triunfo se gestó ahí. Le falta reconocer que eso fue gracias a Putin, pero ya ocurrirá.

Para 2018, creo que es importante darnos cuenta de que el espacio sobre el que se disputará la elección no es el del debate informado y razonado, como muchos quisiéramo­s. No será ese espacio, porque no lo ha sido desde hace décadas. Pero tampoco será el que todavía le sirvió a Peña Nieto: la televisión.

La elección de 2018 será una guerra de informació­n a través de redes sociales. Unas para viejitos (mayores de 40), otras para jóvenes. Unas para “debatidore­s”, otras para “consumidor­es”. Redes, aunque no sea lo que nos guste.

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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey

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