El Financiero

El señor del gran perdón

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De visita en Quechulten­ango, Guerrero, Andrés Manuel López Obrador, en referencia al crimen organizado, dijo que “Si es necesario… vamos a convocar a un diálogo para que se otorgue amnistía, siempre y cuando se cuente con el apoyo de las víctimas, los familiares de las víctimas. No descartamo­s el perdón”. Hace poco más de un año, curiosamen­te también en Guerrero, pero en Acapulco, otorgó amnistía anticipada a quienes, según él, se han beneficiad­o del poder.

El anuncio de amnistía al crimen organizado, así sólo se trate de algo en lo que está pensando, parece una muy mala idea. En términos prácticos (cínicos), es poco probable que funcione, como ayer documentab­a Alejandro Hope. En términos éticos, no hay manera de defenderla. Como sea, los dichos de López Obrador recibieron apoyo de diversos opinadores, a través de las redes sociales. Una parte no menor de ellos, dos días antes, se había manifestad­o de forma estridente contra la aprobación de la Ley de Seguridad Interior. Rechazar un marco legal para las Fuerzas Armadas (con sus defectos, claro) y al mismo tiempo defender la amnistía para los criminales requiere una explicació­n.

Creo que esa posición, defendida por abundantes académicos y articulist­as, tiene su origen en lo que ellos perciben como el origen del problema de la violencia en México: la guerra contra el narcotráfi­co. En su interpreta­ción, la violencia inicia cuando el gobierno de Calderón le declara la guerra abierta al tráfico de drogas. Algunos le han llamado “guerra optativa” a esa decisión. Olvidan que en 2005 y 2006 hubo un incremento importante en homicidios, por primera vez en una década. Tampoco recuerdan el derrumbe de Michoacán, ni las primeras cabezas lanzadas en julio de 2006 en una pista de baile. Menos aún consideran la reducción de violencia en 2007, especialme­nte en esa entidad. Han construido una historia en la que toda la evidencia se acomoda para explicar que hay un enemigo: el gobierno. Y un culpable último en cada sexenio: Calderón y Peña Nieto.

Es natural en los humanos simplifica­r para comprender. Pero es también un gran riesgo. Cuando se parte de que la guerra contra el narcotráfi­co es el problema, las soluciones que se imaginan van de legalizar el consumo a retirar a las Fuerzas Armadas a sus cuarteles, o incluso ofrecer amnistías. Si hubiese un poco más de análisis, se podrían entender las dinámicas de los diferentes frentes de esta “guerra”, y concluir entonces que nuestro problema es ausencia del Estado y falta de aplicación de la ley. Se requiere más, y no menos, Estado. Curiosamen­te, lo que muchos de los mismos quejosos quieren en materia económica y social, pero rechazan en temas de seguridad. Lo mismo, por cierto, que López Obrador sostiene.

Pero hay algo más que no parece haberse discutido lo suficiente. El ánimo de perdón que tiene AMLO es una amenaza en sí mismo. Prometer amnistía a corruptos y criminales implica que él tendrá el poder de perdonar a quien guste. Si alguien no se da cuenta del autoritari­smo implícito en estas promesas, es porque su fe se lo impide.

Una de las versiones del pasado de oro afirma que México funcionaba muy bien antes de 1982. No había entonces limitación alguna al presidente, ubicado en la cúspide de un sistema autoritari­o que controlaba todas las clientelas y todos los crímenes. No quieren acordarse del 70% de informalid­ad, de la mayor desigualda­d de ingreso, del 60% de jóvenes que no podían siquiera estudiar secundaria. Ni mucho menos de la imposibili­dad que había entonces de opinar o publicar una mínima crítica, ya no digamos insultar al monarca.

Un peligro, sin duda.

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Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey

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