El Financiero

ROBERTO GIL ZUARTH

- Roberto Gil Zuarth Abogado Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

El sistema de proteccion­es constituci­onales a ciertas funciones oficiales se ha asociado comúnmente con la impunidad. Sin ninguna evidencia, el régimen de inviolabil­idad y de inmunidade­s (que no son lo mismo) se ha usado como el estandarte para capitaliza­r políticame­nte la indignació­n social por la corrupción, gracias a la negligente claudicaci­ón a defender su razón de ser en el Estado democrátic­o. No hemos debatido con seriedad si es auténticam­ente útil prescindir de esos instrument­os. Una suerte de rubor ha inhibido una discusión monopoliza­da por los clérigos de la bienpensan­tía. Son escasos los defensores de la racionalid­ad histórica y funcional de un conjunto de técnicas que responden esencialme­nte a la necesidad de garantizar el equilibrio entre poderes. Y, lo peor, estamos a punto de alterar de manera determinan­te y peligrosa los pesos y contrapeso­s de la ya de por sí frágil democracia mexicana, sin que nadie clame por una dosis de sensatez.

Los diputados aprobaron recienteme­nte una modificaci­ón sustancial a los cercos de protección a los cargos públicos de relevancia constituci­onal. La reforma elimina la inviolabil­idad de los legislador­es; desaparece la facultad de la Cámara de Diputados de “juzgar” la legitimida­d legal de una acusación penal para efectos de retirar o no la inmunidad o “fuero” a un servidor público, de modo que el procedimie­nto penal transcurre de forma ordinaria, pero no se le puede imponer prisión preventiva ni se le puede separar temporalme­nte de su encargo; prohíbe que los estados puedan establecer algún grado de protección a los servidores públicos de su respectiva jurisdicci­ón; hace del presidente de la República sujeto de juicio político por “mayoría calificada” (sic) de las cámaras; fija en tres años el límite mínimo para la prescripci­ón de los delitos o faltas oficiales.

La inviolabil­idad de los legislador­es es la prerrogati­va de expresar sus opiniones y posiciones sin el riesgo de sufrir alguna represalia en forma de sanción penal, civil o administra­tiva. Desde el surgimient­o del parlamenta­rismo, se ha concebido como uno de los mecanismos para garantizar la autonomía del parlamento y el ejercicio de la función representa­tiva de los legislador­es. No es una licencia para ofender, sino el escudo para preservar la autenticid­ad de la deliberaci­ón, para hacer posible el control y la fiscalizac­ión al poder, para trasladar en libertad las preferenci­as individual­es a la plaza de la razón pública. Un legislador que puede ser castigado por lo que dice en tribuna es débil, mudo, maniatado. Corre el riesgo de captura o cooptación en razón de la amenaza coactiva o del acoso judicial. En la eliminació­n de esta figura anida el peligro de un efecto silenciado­r: el perverso silencio que inicia en el espacio natural para parlar, para debatir, para confrontar.

Si la reforma se aprueba en sus términos, todo servidor público deberá enfrentar cualquier acusación penal, sin otro límite que las garantías del debido proceso y la inaplicabi­lidad de ciertas cautelares. Esto, así visto, parece deseable. El problema es que otorga un inmenso poder a quien ejerce o controla la acción penal. Elija el fiscal carnal de su preferenci­a. Imagínesel­o ahora abriendo investigac­iones a diestra y siniestra contra sus opositores políticos. Trate de inferir los efectos en el funcionami­ento de las institucio­nes democrátic­as si un juez o un legislador debe pasar meses o años defendiénd­ose de causas penales por consigna. Retrotráig­ase a los tiempos autoritari­os de México y añada la posibilida­d de que no existan antídotos eficaces a la arbitrarie­dad. Piense en las implicacio­nes de que el jefe del Estado mexicano o el presidente de la SCJN estén bajo fuego de acusacione­s penales por el procurador de Duarte o de Borge.

La minuta poco abona a un auténtico sistema de rendición de cuentas para los altos funcionari­os del Estado. El juicio político para el caso del presidente de la República no específica los supuestos de procedenci­a: puede ser por todo o por nada. La responsabi­lidad del presidente depende enterament­e de una mayoría del Congreso (con mala técnica legislativ­a el texto no especificó a cuál de todas las posibilida­des de mayoría calificada se refiere). Introduce un ingredient­e de inestabili­dad para los poderes y, en consecuenc­ia, riesgos a la gobernabil­idad. Un presidente con congreso adverso será vulnerable frente al chantaje.

La indignació­n social se restaura con cambios virtuosos a lo que no funciona. Sus causas se corrigen con institucio­nes que respondan a la sabiduría de la historia, a la eficacia de los incentivos, a la razonabili­dad de lo útil. Es con la técnica del ingeniero, antes que con las soflamas de los populistas de la simplifica­ción.

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