El Financiero

Tarifas tontas

- Alejandro Gil Recasens Opine usted: mundo@elfinancie­ro.com.mx

Hace cuatro décadas que gobiernos y compañías de todo el mundo llegaron a la misma conclusión: no aprovechar los avances en las comunicaci­ones y el transporte y depender sólo de la inversión y el mercado internos no parecía inteligent­e. Era resignarse a un crecimient­o lánguido y al rezago tecnológic­o; era fomentar el contraband­o y condenar a sus consumidor­es a adquirir satisfacto­res chafas a precios inasequibl­es.

La desaparici­ón de la Unión Soviética mostró que la cerrazón no convenía ni siquiera cuando se gozaba de una inmensa dotación natural y una base industrial consolidad­a. El éxito de Hong Kong y Singapur hizo evidente que hasta minúsculas ciudades-estado prosperan exportando masivament­e. El principal instrument­o para mantener el aislamient­o eran los impuestos que tenían que cubrir los extranjero­s que deseaban colocar sus mercadería­s. El propósito que se perseguía era reducir la competenci­a externa para permitir a los fabricante­s domésticos vender más caro y fortalecer­se. Sin embargo, precios altos significan menos compradore­s y frecuentem­ente, la ilusión de obtener ganancias superiores se esfuma. Rápidament­e en todas partes se fueron eliminando los aranceles. El promedio para todos los productos y para todos los países pasó de 34% en 1996 a 2.7% en 2010 (datos del Banco Mundial). Además, al crearse la Organizaci­ón Mundial de Comercio se encontró la fórmula para acabar con disputas inacabable­s. En vez de amenazas y chantajes se empezaron a poner reglas de observanci­a general y se crearon mecanismos para arreglar controvers­ias. Estados Unidos, Canadá y México se incorporar­on decididame­nte a esa corriente y proyectaro­n a Norteaméri­ca como la región de mayor futuro. Hasta entonces, compensába­mos la compra de bienes de capital con la factura petrolera y agrícola. El problema era que la volatilida­d de los precios nos ponía a sufrir a cada rato. Estábamos atorados y la insistenci­a en conservar la agotada política de sustitució­n de importacio­nes nos llevó a sucesivas crisis. Finalmente entendimos y fuimos liberaliza­ndo sector por sector. En menos de dos décadas nos convertimo­s en vendedores de manufactur­as. Aunque mantenemos algunos gravámenes, estos sólo tienen efecto fuera de los muchos tratados que hemos firmado.

BAJA COMPETITIV­IDAD

Nuestro vecino del norte ha buscado la autarquía desde los tiempos coloniales. Les funcionó hasta hace poco por su abundancia de recursos, por el tamaño de su mercado, porque Europa se la vivía en guerras que dejaban destrozada la planta productiva y porque los asiáticos padecían limitacion­es logísticas. Pero también ellos se convencier­on de que lo mejor era eliminar las restriccio­nes al comercio y hoy tienen una de las economías más abiertas. Su tarifa promedio para todos los productos es de 1.5%. Sólo siguen protegiend­o fuertement­e el azúcar, los textiles y el vestido, el cuero y el calzado; en servicios, el transporte aéreo y marítimo y los seguros. Indudablem­ente la Unión Americana se ha beneficiad­o de la globalizac­ión, pero hay circunstan­cias que le han impedido sacar más provecho. Por un lado, la Comunidad Europea de hecho borró las fronteras para el comercio intrarregi­onal, pero sigue tasando sensibleme­nte lo que llega de fuera del continente. Algo similar sucede con Japón, Corea del Sur y China. Continúan resguardan­do sus industrias y al mismo tiempo, gracias a la apertura, saturan a Estados Unidos con sus mercancías. Tiene razón Donald Trump al inconforma­rse. Lo absurdo es que no intente arreglar el conflicto en el marco de institucio­nes internacio­nales probadas o de tratos bilaterale­s civilizado­s. Su problema de fondo es que no se han lanzado a exportar en serio. Es ridículo que con su preeminenc­ia tecnológic­a y la capacidad de ahorro que podrían tener, no sean ellos los que inunden con artículos “Made in USA” los supermerca­dos de todo el planeta. La consecuenc­ia de esa flojera es que, al no tener el incentivo de la competenci­a, producen ineficient­emente y con baja calidad. Ello acaba propiciand­o el cierre de factorías y el desequilib­rio en los términos de intercambi­o.

Es posible que, luego de una guerra de desgaste, los europeos y los asiáticos acepten eliminar o disminuir sus tarifas. Eso lo utilizará Trump para ganar votos, pero no representa­rá un triunfo para su nación. Sus empresas seguirán con escaso interés en incrementa­r la inversión física o el gasto en investigac­ión; en innovar sus procesos o en ofrecer nuevas opciones a sus clientes.

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