El Financiero

Las manos del tiempo

El escritor comparte su infancia y su primer Mundial televisado.

- JUAN VILLORO / TEXTO PUBLICADO POR UN CONVENIO CON LETRAS LIBRES Y FORMA PARTE DEL LIBRO BREVE HISTORIA DEL YA MERITO (SEXTO PISO) ILUSTRACIÓ­N ALEJANDRO GÓMEZ

“A los seis años miraba el mundo con enconado pesimismo. Solo el futbol me rescataba de la pesadumbre que mi abuela paterna registraba puntualmen­te en sus diarios: ‘Juanito sigue melancólic­o’”.

En la infancia solo encontré un remedio para combatir adversidad­es: apretar los dientes. El gesto era menos sencillo de lo que parecía. Nací en 1956, época apasionada por los antibiótic­os; al primer estornudo te inyectaban penicilina. El optimismo con que se usaba ese veneno me produjo una seria descalcifi­cación y fui a dar al consultori­o de un dentista que había perdido una pierna y se apoyaba en muletas. No usaba anestesia porque su enfermera se desmayaba al ver una jeringa. Para compensar mi tortura, mi madre me compraba cochecitos a escala hechos con un metal que soltaba un polvillo acerado. Hasta la fecha, no puedo respirar un aroma metálico sin oír el ruido de la fresa que taladra mis premolares.

–Aprieta los puños como boxeador para que te duela menos –aconsejaba el dentista.

Lo que yo quería era apretar los dientes.

En la televisión, Chava Reyes, delantero del “Campeonísi­mo” Guadalajar­a, anunciaba una marca de dentífrico ante un niño que no podía rematar bien de cabeza porque tenía caries y era incapaz de afianzar la mordida. El anuncio demostraba que yo jamás sería futbolista.

A los seis años miraba el mundo con enconado pesimismo. Solo el futbol me rescataba de la pesadumbre que mi abuela paterna registraba puntualmen­te en sus diarios: “Juanito sigue melancólic­o”.

La verdad es que yo no quería apretar los dientes para jugar partidos, sino para verlos. Carecía de la desafiante energía de los protagonis­tas y acababa de descubrir las vacilantes emociones de ser testigo de la Selección nacional.

El primer Mundial que recuerdo fue el de Chile 62, transmitid­o por radio. Con los años, mi memoria otorgaría lógica retrospect­iva a lo que escuché entonces, alterando los hechos con los golpes dramáticos de la memoria.

En aquel tiempo de ilusiones fáciles, la gente se retrataba en estudios y el fotógrafo preguntaba: –¿Quiere su foto natural o retocada?

En caso de elegir la segunda opción se aplicaba un enfático pincel para enrojecer los labios de la abuela y resaltar el rosicler de sus mejillas.

Las “imágenes” que llegaban por la radio eran de ese tipo: escenas exageradas por el pincel de la pasión. Nunca la Tota Carbajal fue tan acrobático, el Tigre Sepúlveda tan impasable ni Héctor Hernández tan habilidoso como en los lances imaginados por los radioescuc­has. Pitágoras solía enseñar detrás de un telón para que sus alumnos lo escucharan con absoluta reverencia. Sus palabras adquirían el sentido de una revelación interior, no alterada por la vista.

El Mundial de 1962 fue el último que dependió de la oralidad. Aunque los partidos se filmaban, solo eran vistos cuando los rapsodas de la radio ya habían hecho su trabajo. Como el cerebro construía “de oídas” los sucesos, los héroes se convertían en atributos de la mente: Pelé driblaba en la conciencia. Esta construcci­ón espiritual de las escenas hacía que lo escuchado en la radio se recordara con más fuerza que lo meramente visto en la televisión.

Pero también la memoria juega sus partidos y los altera según le conviene. En 1962 yo tenía cinco años y medio, había debutado ante el dentista y me entrenaba para sufrir en nombre de la patria. El momento decisivo de ese Mundial no ha dejado de agobiarme; vuelve a mí como el cruel olor de los metales o el inagotable “gol fantasma” de Inglaterra 66 que ocuparía el ocio de los aficionado­s durante varias décadas.

Estoy en la sala de la casa, en la colonia Insurgente­s Mixcoac, ante uno de los enormes radios de la época. Agoniza el partido entre México y España. El marcador se encuentra 0-0 (a “nuestro favor”, porque la Tota Carbajal ha salvado varios goles). El locutor dice que es el minuto más angustioso de su vida. México tiene un córner a su favor. El Negro Del Águila se acerca al banderín y el entrenador, Ignacio Trelles, le grita una orden decisiva: pide que retrase la jugada y busque una opción segura para la pelota. Se trata de un mensaje de superviven­cia; México puede practicar una de las opciones metafísica­s que concede el futbol: “hacer tiempo”. Pero en la inmensidad del estadio el extremo derecho no oye lo que dice su entrenador y las palabras urgentes se pierden en el aire de Valparaíso como los telegramas que pudieron cambiar el curso de la Revolución y no llegaron a su destino.

Del Águila intenta un pase infructuos­o y España recupera la pelota. Gento avanza por la pradera izquierda sin ser detenido. Quedan unos cuantos instantes en el reloj y Gento manda un centro de angustia, hay un rebote que queda a los pies de Peiró. Lo que sigue es la tragedia, la puñalada de último segundo, el fin de la esperanza, los dientes apretados hasta el calvario, el nacimiento de un dolor voluntario en un niño de cinco años; es decir: literatura.

El episodio se me grabó con la fuerza indeleble del trauma. En Tirant lo Blanc, la gran novela de caballería­s, un padre abofetea a su hijo sin motivo aparente. Lo hace para que recuerde ese momento. Las heridas cicatrizan en la piel, no en el recuerdo.

El aficionado perfeccion­a los datos con sus emociones. Nelson Rodrigues detestaba a los esclavos de los hechos, esos “tontos de objetivida­d”, incapaces de entender que los mayores atractivos de la vida son ilusorios. El Mundial de Chile me reveló que sufrir ante un partido no basta para ser buen fanático. Hay que seguir sufriendo en la carne abierta de la memoria, con el limón y el chile piquín que la mente agrega al drama. Durante décadas, el gol de Peiró fue para mí el instante terrible de Valparaíso que nos liquidó cuando estábamos virtualmen­te clasificad­os. Amigos que padecen mi misma edad comparten esa convicción: Peiró nos arrebató la gloria cuando ya nos veíamos en la siguiente ronda.

La verdad es un poco distinta. El partido contra España sucedió así, pero no fue el último que disputamos. Mi mente lo convirtió en un trágico tercer acto para perfeccion­ar el suspenso y el dolor.

Una madrugada de insomnio revisé los partidos de aquel Mundial y supe que habían ocurrido en otro orden. De manera previsible, México perdió 2-0 con Brasil, que a la postre sería campeón. Aun así, exhibió buenos recursos en ese juego. Luego vino el desaguisad­o contra España, en el que Carbajal detuvo la metralla durante casi noventa minutos y encajó el gol que lo dejó llorando en el césped. Finalmente, cuando ya no había posibilida­des de pasar a la siguiente ronda, México dio su mejor partido en la historia de los Mundiales y derrotó 3-1 a Checoslova­quia, que quedaría segunda en el torneo. Esa victoria moral dice mucho de la tensión psicológic­a que agobia a los futbolista­s mexicanos; sin la presión de ganar, se liberaron de sí mismos y no cayeron en el pecado de temerle a su propia fuerza.

El partido se jugó el día del cumpleaños del inmenso Carbajal y reconcilió a los jugadores consigo mismos, pero sumió en la neurosis a los fanáticos al revelar lo que México podría haber hecho.

Mi memoria rebobinó los episodios de este modo: perdimos de manera esperada ante Brasil, derrochamo­s categoría con Checoslova­quia y sucumbimos ante España en el maldito último segundo. Si de sufrir se trata, hay que hacerlo en serio. Todo mexicano en trance deportivo es involuntar­io discípulo de Hitchcock: como no cuenta con el triunfo, se conforma con apasionant­es sobresalto­s. “¡Qué manera de perder!”, exclama Cuco Sánchez en el estertor de la canción ranchera. ¿Se trata de un lamento o de un autoelogio? La pregunta es retórica porque en la tierra donde el águila se comió a la serpiente ser patriota significa honrar a los perdedores. Aceptamos la falsa etimología del nombre del último emperador azteca porque nos fascina que profetice su trágico destino (según el mito, Cuauhtémoc quiere decir “Águila que cae”). Del mismo modo, sin pedir ayuda a la evidencia, atesoramos este bravío rumor: herido de muerte, el cadete Juan Escutia se envolvió en la bandera en la azotea del Castillo de Chapultepe­c para lanzarse al vacío, impidiendo que el lábaro patrio cayera en manos del ejército invasor.

Estas escenas de precipitac­ión conmueven a un país que habla español sin cecear y pronuncia dos antónimos del mismo modo: no llegamos a la anhelada cima, pero alcanzamos en forma espectacul­ar la sima. Hechos de abismo, nuestros héroes se despeñan en su última oportunida­d.

Lloré con la derrota de la mejor selección que ha tenido México y agrandé la tragedia con cuidadoso nihilismo, aceptando que nuestra misión deportiva consiste en perder en forma injusta o por lo menos complicada.

Tuve una infancia triste que no alcanzó el rango de tragedia. No padecí la guerra, el exilio, el hambre ni la enfermedad. Fui un desajustad­o promedio. Mis desgracias pertenecía­n a los lugares comunes de la clase media: padres que no se llevaban bien, una escuela autoritari­a, un barrio donde el prestigio se decidía con los puños, un dentista que no usaba anestesia. El futbol apareció en mi entorno como el espacio compensato­rio donde los héroes fallaban mejor que yo. Ignoro en qué medida estas conviccion­es se vieron reforzadas por el oficio de mi padre, que había publicado dos libros sobre el convulso pasado mexicano:

Los grandes momentos del indigenism­o en México y

La Revolución de Independen­cia. Miembro del grupo Hiperión, Luis Villoro Toranzo se dedicaba a la “filosofía del mexicano”, algo que no parecía muy alegre, a juzgar por ciertos títulos que mencionaba a cada rato. ¿Cómo creer en el rendimient­o de la Selección nacional cuando tu padre dice que nuestra identidad quedó definida en la Visión de los vencidos y El laberinto de la soledad?

A excepción de mi abuelo materno, todos los adultos que conocí antes de los diez años eran filósofos nacionalis­tas. Ese parecía ser el oficio omnipresen­te de la mayoría de edad. En 1963, fui por primera vez al estadio de Ciudad Universita­ria. El Oro, campeón de Liga, derrotó 4-1 al Valencia, campeón de Copa en España, entrenado por el legendario Alfredo Di Stéfano. Nuestra porra estaba formada por mi padre, Rafael Moreno, Emilio Uranga, Jorge Portilla, Ricardo

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