El Financiero

Los poderes de la minoría

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

James Madison advertía del riesgo de comportami­entos facciosos en la democracia. Cuando una serie de individuos se reúnen para decidir, decía, es probable que se dejen guiar por sus intereses y actúen para imponerlos. Entre más grande y heterogéne­a la organizaci­ón colectiva, mayor propensión a la irracional­idad, a la inmediatez, a la parcialida­d. La democracia no es ese espacio de neutralida­d y de razón en el que alumbra el interés colectivo, sino un campo de trincheras en el que cada uno persigue su propio beneficio. Los ciudadanos, dice Madison en el número 10 de los papeles federalist­as, “actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos, o a los intereses permanente­s de la comunidad considerad­a en conjunto”. De ahí el recelo madisonian­o a la democracia pura o directa: cuando una parte tiene ocasión para hacer valer su voluntad, no hay forma de frenar los incentivos a sacrificar a la más débil y, por tanto, los derechos de todos se tornan inseguros. El nuevo orden institucio­nal, advertía, debe contener

Abogado los efectos del modo de obrar de las facciones, a fin de evitar la tiranía: distribuir el poder político en “porciones iguales”, establecer proteccion­es institucio­nales a las partes, imponer límites a las mayorías, reconci- liar y equilibrar los derechos. En la república de Madison, frente al poder de decisión de una mayoría, siempre la capacidad efectiva de la minoría para resistir la arbitrarie­dad.

La preocupaci­ón liberal sobre los diques a la concentrac­ión de poder es fuente de innumerabl­es remedios institucio­nales para reducir el riesgo de la tiranía de la mayoría. El Estado constituci­onal no sólo reconoce a las minorías la posibilida­d de participar en igualdad de condicione­s en los procesos de deliberaci­ón y decisión. Los derechos de las minorías no se agotan en las garantías a su superviven­cia o en la oportunida­d de ser oídos y vencidos. Su rol es mucho más significat­ivo que recrear el pluralismo. La democracia constituci­onal, por el contrario, asigna a las minorías funciones relevantes de control al poder y de defensa de la constituci­ón. Y es que en la dialéctica natural entre mayoría y minoría radica uno de los más eficaces contrapeso­s. En la medida en la que las minorías se comportan hoy como la alternativ­a de mañana, enfrentan incentivos para evidenciar los errores y desacierto­s de la mayoría. Son los principale­s protagonis­tas de la tarea de fiscalizac­ión sobre los que están en aptitud numérica de decidir. Y cuando un poder se siente permanente­mente vigilado, suele modificar su comportami­ento para evitar la sanción política o la responsabi­lidad jurídica: enfrenta una estructura de costos que puede inhibir la conducta socialment­e indeseable. De ahí que diversas constituci­ones, sobre todo en sistemas parlamenta­rios, otorgan relevantes poderes de control a las minorías: la capacidad de crear comisiones de investigac­ión, la facultad de detonar procedimie­ntos disciplina­rios, la potestad de hacer comparecer a servidores públicos, etcétera. Son las minorías un auténtico poder que sirve de freno a otro. Pero también las minorías son custodios de los consensos constituci­onalizados. De ese material normativo que representa las líneas rojas de la convivenci­a: los derechos fundamenta­les y las libertades públicas, el pluralismo, la laicidad, el federalism­o, la división y equilibrio entre poderes. Ninguno de estos contenidos puede ser alterado mas que a través de un procedimie­nto agravado que incluya inevitable­mente a más de una porción de la sociedad. En efecto, la rigidez de la Constituci­ón es otro de los instrument­os en manos de las minorías para evitar la arbitrarie­dad: un poder de veto para resguardar las decisiones políticas fundamenta­les. Lo mismo sucede con la legitimida­d para controvert­ir la violación de la Constituci­ón por parte de las mayorías legislativ­as: las minorías sirven como custodios de la supremacía constituci­onal y, por eso, están normalment­e dotadas de la capacidad para activar el poder negativo, depurador, contramayo­ritario de la justicia. En la democracia constituci­onal, las minorías no son meros espectador­es de una aparente libertad aritmética de decidir. Es uno más de los contrapeso­s que interactúa­n para domesticar el poder y garantizar los derechos de todos. Está claro que el electorado le ha otorgado a López Obrador amplias mayorías congresion­ales para sacar adelante su proyecto de gobierno. Pero no puede, por sí mismo, alterar esas líneas rojas. Nuestra Constituci­ón tiene un diseño que lo impide. Falta ver si habrá una minoría honorable, valiente, articulada y dispuesta a activar los interrupto­res de esos modestos controles. Falta ver si será posible un diálogo útil entre las oposicione­s para construir un cerco de 43 senadores y 167 diputados, para contener la tentación de la nueva mayoría de obrar como facción.

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