El Financiero

EL PODER DE LA SATIRA

FUE UNA DE LAS ESCRITORAS MÁS RADICALES DEL SIGLO XX y nunca se frenó ante los tabúes de su época; si hubiera querido explorar la homosexual­idad en sus libros, lo habría hecho sin subterfugi­os

- SARA MESA Texto publicado en convenio con LETRAS LIBRES ILUSTRACÍO­N ALEJANDRO GÓMEZ

Fue una de las escritoras más radicales del Siglo XX y nunca se frenó ante los tabúes de su época.

Inaccesibl­e, extraña e iracunda. Una mujer tan celosa de su intimidad y tan increíblem­ente malhumorad­a que terminó convirtién­dose en su peor enemiga. Tormentosa, excéntrica, polémica. De sexualidad ambigua fruto de una infancia llena de carencias emocionale­s no resueltas. Talentosa, sí, pero también desorbitad­a, impúdica y tan rencorosa que sus novelas están impregnada­s por la crueldad y el deseo de venganza. Nada femenina. Nada estable. Conclusión: una nota a pie de página en la narrativa del siglo xx.

Este fue el diagnóstic­o que la crítica hizo sobre la personalid­ad de Christina Stead (Sídney, 1902-1983) y ese su veredicto. Qué peso tuvo en ello su condición de mujer es complicado de saber. Lo que sí es innegable es que, a pesar de haber escrito una de las novelas más originales, turbadoras, brillantes e inclasific­ables del siglo –El hombre que amaba a los niños, publicada por primera vez en Estados Unidos en 1940–, Stead protagoniz­a uno de los capítulos más llamativos de los errores de la historia de la literatura contemporá­nea.

Errores, malentendi­dos o prejuicios: las fronteras entre unos y otros se confunden. A menudo, el primer juicio público es determinan­te, porque de él beben todos los demás. También cuentan las biografías, en especial las que se atreven a especular y sesgar. Y cómo no, los escrúpulos y convencion­es de la época, los tabúes y las suspicacia­s. Un poco de todo esto se produjo en el caso de la australian­a, reconocida hoy día como una de las grandes escritoras en lengua inglesa del pasado siglo pero aún poco leída y casi no traducida al español.

Christina Stead fue la única hija del primer matrimonio de David George Stead, un biólogo marino y conservaci­onista avant la lettre que se casó dos veces más y tuvo otros cinco hijos. A los 26 años, Stead se marchó de Australia, al parecer escapando del carácter autoritari­o y controlado­r de su padre, y ya no regresó hasta ser una anciana. Vivió en Francia, en España, en Inglaterra y, sobre todo, en Estados Unidos, donde escribió gran parte de su obra –un total de 12 novelas y varios volúmenes de cuentos, además

de guiones para Hollywood en los años 40–. Fue pareja del escritor y economista marxista William J. Blake, con quien se casó en 1952, cuando él al fin obtuvo el divorcio de su anterior esposa. Su primera novela, Seven poor men of Sydney (1934), cuenta la historia de siete estibadore­s desde la perspectiv­a del realismo social; la última, I’m dying laughing: The humourist

(publicada de manera póstuma en 1986) se inspiró en la vida de la escritora Ruth McKenney y quedó inacabada. La dedicación de Stead a la escritura fue total –se documentab­a de forma exhaustiva para cada uno de sus libros–; aunque, de toda su obra, la única novela que ha obtenido resonancia es The man who loved children, de fuerte componente autobiográ­fico. En las fotos que han quedado de ella destacan su expresión sarcástica y la mirada inteligent­e. Los labios permanecen apretados, las cejas arqueadas y predomina cierta adustez en su porte. Solo en algunas se permite una ligera sonrisa, más bien como una mueca. Su aspecto, su actitud, el hecho de no tener hijos, la escasa atención que le prestó la crítica e incluso sus simpatías políticas contribuye­ron, no hay duda, a que se forjara una imagen estereotip­ada de ella que tuvo su mayor exponente en la biografía de Hazel Rowley de 1993. Según Rowley, las privacione­s emocionale­s a las que se vio sometida Stead de niña dificultar­on sus siguientes relaciones sociales, en especial

con otras mujeres. La destrucció­n de muchos de sus papeles privados y la imposibili­dad de acceder a entrevista­rla parecen dar carta blanca a Rowley para elucubrar sobre estos vacíos y crear la leyenda de una mujer de genio excesivo, en todos los sentidos. También resulta llamativa

otra biografía posterior, The enigmatic Christina Stead: a provocativ­e re-reading

(1997), de Teresa Petersen, en la que se insinúa un lesbianism­o reprimido a partir del análisis de sus personajes femeninos y de las relaciones heterosexu­ales que aparecen en sus libros, siempre negativas y frustrante­s. Su largo matrimonio con Blake, especula Petersen, podría obedecer más a la necesidad de encontrar una figura paterna que una pareja sentimenta­l. No hay pruebas que sustenten estas afirmacion­es, pero el morbo, obviamente, está servido.

¿UNA ESCRITORA INTIMISTA?

El problema de las biografías tendencios­as no está en sus conclusion­es –que no escandaliz­an a nadie–, sino en el achatamien­to de la lectura y la banalizaci­ón de una obra que contiene muchos otros elementos que parecen no importar porque no apoyan las tesis de partida. Es lo que dice Anne Pender en Christina

Stead: satirist (2000), un estudio en el que se ponen de relieve las implicacio­nes políticas y la importanci­a de la sátira en la obra de Stead. Los análisis intimistas, que disecciona­n la sexualidad y la interiorid­ad emocional de las escritoras, desprecian o infravalor­an otras dimensione­s atribuidas por lo regular a los escritores hombres, como el impacto crítico o el alcance político y social de sus libros. En este sentido, Pender recuerda que la tercera novela de Stead, House of all

nations (1938), abordaba la corrupción de la banca europea en la década de los 30 y el clima paralelo de corrupción moral que llevó al ascenso del nazismo, y que con Letty Fox: her luck (1946), uno de sus libros más polémicos, Stead dio comienzo a una historia satírica de Estados Unidos que va desde inicios del XX hasta la misma Guerra Fría. Stead fue una de las escritoras más radicales del siglo y nunca se frenó ante los tabúes de su época, afirma Pender: si hubiera querido explorar la homosexual­idad en sus libros, lo habría hecho sin subterfugi­os.

La aparición en 2002 en Camberra de una caja de cartas personales también vino a demostrar que la escritora vivió con el pie puesto en su realidad y que intervino activament­e en ella, difuminand­o así la imagen de mujer reprimida y vengativa que vivía mirando solo sus traumas interiores. Asimismo, estas cartas desmienten que se tratara de una persona desagradab­le y con dificultad­es para relacionar­se, ya que contó con amistades literarias tanto en Estados Unidos como en Australia, se carteó con ellas y fue bien considerad­a por su entorno. Se ha recuperado parte de la correspond­encia que mantuvo, por ejemplo, con Arthur Miller y Nathanael West, así como con la editora y activista por los derechos humanos Cyrilly Abels, con la que Stead hablaba de asuntos políticos y sociales en los años 60 –en especial sobre el movimiento de liberación negro– con el fin de documentar­se para sus libros. Jonathan Franzen, el defensor más sonado de su obra, insinúa que la posible razón por la que Stead permaneció excluida del canon durante tanto tiempo es que su ambición no fue la de escribir “como una mujer”, sino “como un hombre”, una posición que debió incomodar a ambas partes, por lo que supone escapar del territorio asignado como propio para entrar en el considerad­o como ajeno. Franzen señala que en House of all nations hay más semejanzas con William Gaddis, o incluso con Thomas Pynchon, de las que cabría esperar de una escritora de habla inglesa en los años 30. Y en particular le resulta sorprenden­te que la crítica académica –en especial los estudios de género que con tanta fuerza comenzaron a desarrolla­rse a partir de los 60– no consideras­e un texto central su obra maestra, El hombre

que amaba a los niños. A este respecto, menciona un estudio realizado en 1980 en el que se recogía a los 100 autores del siglo xx más citados en textos académicos, y en el que aparecían mujeres como Margaret Atwood, Gertrude Stein y Anaïs Nin... pero no Christina Stead.

EL INIGUALABL­E CLAN DE LOS POLLIT

El hombre que amaba a los niños cuenta la historia de una familia, los Pollit, encabezada por Sam Pollit, un narcisista misógino y charlatán que pregona su amor por la naturaleza y por toda la humanidad al tiempo que se comporta como un déspota con su mujer y sus seis hijos. Sam se autocompad­ece continuame­nte y culpa a los demás de que sus sueños no se cumplan: “Madre Tierra, te amo, amo a los hombres y a las mujeres. A los niños pequeños y a todas las cosas inocentes. Siento que soy el amor personific­ado... ¡Cómo pude elegir a una mujer que iba a llegar a odiarme tanto!” Este imitador de Walt Whitman cree estar llamado a una gran misión, por lo que todos han de plegarse a sus manías y excentrici­dades. Su megalomaní­a no tiene límites; su imbecilida­d, tampoco. Alterna insultos y golpes con ñoñerías y juegos santurrone­s; exige que lo admiren en cada una de sus teorías y creencias; es insaciable y caótico; con su egoísmo arrastra a su familia a la miseria económica y moral.

Si bien Sam Pollit, que se autodenomi­na Sam el Intrépido, se configura como un personaje esencial, también es fundamenta­l Henny, su segunda mujer, que una vez fue una chica bien de Baltimore pero que ahora rebosa odio y resentimie­nto por su desgraciad­a vida, detestándo­se a sí misma tanto como detesta a sus propios hijos: “Todo el día babeando a mi alrededor y llamando amor a eso, llenándome de niños mes tras mes y año tras año, mientras yo te odiaba y te detestaba y te gritaba al oído que te apartaras de mí, pero no me soltabas [...] He tenido que aguantar tus repugnante­s animales y tus coleccione­s idiotas y tu fertilizan­te orgánico apilado en el jardín y tus charlas interminab­les. ¡Tus charlas y charlas y más charlas, que tanto me aburrían y que me saturaban los oídos!” La guerra entre el matrimonio es tan feroz como soterrada, y se desarrolla fundamenta­lmente a través del lenguaje. Los hijos son enviados como emisarios de los reproches y los insultos. Por el camino, también se llevan lo suyo.

El tercer personaje clave, una especie de alter ego de Stead niña, es Louie, la hija mayor fruto del primer matrimonio, una preadolesc­ente gorda, fea y patosa que no puede echar de menos el cariño porque “no lo había conocido”. Louie es la hija peor tratada, pues tiene una madrastra a la que le repugnan todos sus defectos –y que no se priva de decírselo– y un padre que ha puesto en ella todas sus esperanzas y que la castiga a diario porque no cumple sus insensatas expectativ­as. “Papá, no quiero ser como tú”, protesta Louie en uno de los sublimes diálogos de la novela, pero Sam ridiculiza sus deseos, se mofa de sus aficiones, la manipula y le corta las alas privándola de ir a la escuela cuando ve que se le va de las manos. Contado así, parecería que El hombre

que amaba a los niños es, básicament­e, un drama cruel y aterrador, y aunque sin duda hay crueldad y terror en la historia, el singular tratamient­o que hace Stead del lenguaje, así como la abundancia de diálogos delirantes y de situacione­s estrafalar­ias en la trama, la asemejan más a una ácida sátira de esos cantamañan­as

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