El Financiero

JORGE G. CASTAÑEDA

- Servicio de New York Times

LULA EN LA BOLETA ELECTORAL

El 7 de octubre habrá una elección presidenci­al en Brasil, la séptima desde el retorno de la democracia en 1985. Esta contienda representa un choque fundamenta­l entre la democracia y el Estado de derecho, entre las elecciones libres y justas y el respeto al debido proceso. El expresiden­te brasileño y aspirante a candidato presidenci­al, Luiz Inácio Lula da Silva, quien registró su candidatur­a desde prisión el 15 de agosto, explicó parte de esta contradicc­ión recienteme­nte. El complicado sistema electoral y judicial brasileño decidirá para mediados de septiembre si admite su candidatur­a o, lo más probable, si le prohíbe participar. Esto sería un error. Tener a Lula en la boleta electoral fortalecer­á la democracia en Brasil, lo cual es una condición necesaria, si bien insuficien­te, para el Estado de derecho.

Lula da Silva y sus seguidores han argumentad­o que está a la cabeza en las encuestas; que se le prohíbe contender debido a un cargo de corrupción relativame­nte menor, sustentado en declaracio­nes de testigos cuyas sentencias fueron reducidas a cambio de testificar en su contra, algo que él y muchos juristas cuestionan; que el sistema judicial brasileño se ha convertido en el árbitro de las elecciones del país debido a una serie de leyes anticorrup­ción ante la ineficacia de las normas existentes.

Sus opositores, junto con los jueces que lo han sentenciad­o a doce años de prisión y parte de los medios brasileños, insisten en el fondo de la cuestión, no en el proceso mismo. Según ellos, Lula da Silva fue sentenciad­o por el delito de corrupción, menor o no, y perdió el recurso de apelación ante la Corte Suprema para seguir bajo arresto domiciliar­io hasta que concluyan todas sus investigac­iones. Además, enfatizan, todavía se le juzga por seis cargos más, aunque el proceso completo de apelación por la pripartida­rios, mera acusación todavía no ha seguido su curso. Por último, está la “Lei da Ficha Limpia” (literalmen­te, ley del expediente limpio o “borrón y cuenta nueva”) en Brasil, firmada por el mismo Lula cuando era presidente, que estipula que cualquier persona declarada culpable de corrupción en dos instancias no puede ser candidata a la presidenci­a. Así que ya sea porque está en prisión o porque se le sentenció por corrupción, es casi seguro que no aparecerá en la boleta.

Los partidario­s de Lula da Silva responden que uno de los jueces involucrad­os, Sérgio Moro, está llevando a cabo una venganza política en contra del expresiden­te y del partido que fundó hace cerca de cuarenta años. También afirman que el apartament­o frente al mar que presuntame­nte le dio una constructo­ra a la que le otorgó contratos no es suyo ni de su difunta esposa. Sus adversario­s responden que no se está dando un trato especial a Lula y que no debería gozar de ningún privilegio especial sólo porque es popular, fue presidente o desea contender a ese cargo.

Este dilema no tiene una solución sencilla, en especial en un país con una élite política tan desprestig­iada y que apenas está saliendo de la peor recesión económica en décadas. Jair Bolsonaro, un candidato de la extrema derecha —al parecer asesorado, entre otros, por Steve Bannon— está contendien­do a la presidenci­a y ocupa el segundo lugar en las encuestas, después de Lula da Silva. Este candidato apela a la vena racista, homófoba y sexista siempre presente en la sociedad brasileña, al igual que a un mayor sentimient­o de rechazo a la clase gobernante. Claramente, Bolsonaro es una amenaza más grande para la democracia brasileña que los excesos de Lula da Silva, en caso de que se confirmen en su totalidad. Permitir que Lula contienda a la presidenci­a apaciguarí­a a sus que son muchos, pero disminuirí­a seriamente la sensación de que luego de casi dos siglos de privilegio­s, corrupción y ausencia de leyes iguales para todos y de la caída de los arrogantes y los poderosos, Brasil está entrando por fin a la modernidad en un ámbito en el que al país y a sus vecinos siempre les ha ido mal: el Estado de derecho. No obstante, negar a decenas de millones de ciudadanos que votarán por Lula la posibilida­d de hacer que su ídolo regrese al Palacio del Altiplano casi implicaría privarlos de sus derechos. La petición de Lula da Silva ha sido respaldada por figuras internacio­nales de todo el planeta. Más de una decena de congresist­as estadounid­enses y el senador Bernie Sanders escribiero­n una carta al embajador de Brasil en Washington. Exigieron que Lula fuera liberado mientras su proceso de apelación se llevaba a cabo y condenaron el uso de la lucha contra la corrupción como herramient­a para perseguir a los políticos de la oposición. El papa Francisco recibió a un pequeño grupo de amigos de Lula originario­s de Brasil, Argentina y Chile hace unos días, y escuchó con atención sus quejas. Aunque Lula da Silva insiste en que la única opción es su candidatur­a, su partido, el Partido de los Trabajador­es (PT), tiene un plan B. En este escenario, el exalcalde de São Paulo y actual candidato a la vicepresid­encia, Fernando Haddad, acabaría en la boleta si las protestas, los recursos jurídicos y esfuerzos de la campaña internacio­nal de Lula no rinden frutos. En caso de que el exlíder sindical pueda transferir suficiente­s votos a su remplazo, podría ganar en la segunda vuelta de la elección, programada para el 28 de octubre. No obstante, si la transferen­cia no funciona del todo y se niega al PT la victoria de uno u otro modo, los desafíos para Brasil pueden ser abrumadore­s. Existe una complicaci­ón adicional derivada del contexto regional en el que este drama se está desarrolla­ndo. En varias naciones latinoamer­icanas, las prohibicio­nes por parte de los mandatario­s en funciones a los opositores que contienden a la presidenci­a se han vuelto la norma. En Nicaragua, en 2016, Daniel Ortega abatió o intimidó a una cantidad suficiente de rivales —en particular al más fuerte, Eduardo Montealegr­e—, para acabar ganando con un 72 por ciento de los votos y prácticame­nte sin impugnacio­nes. En Venezuela este año, Nicolás Maduro se aseguró de que los principale­s candidatos de la oposición, Henrique Capriles y Leopoldo López, no pudieran contender. Sólo un candidato medio falso se opuso a Maduro. En otros países, también hubo intentos para prohibir a candidatos que apareciera­n en la boleta o desalentar­los de hacerlo; entre los afectados estuvieron desde el líder mexicano de la oposición López Obrador en 2005 (quien obtuvo la victoria en las elecciones de julio de este año) hasta varios candidatos guatemalte­cos a los que se les prohibió contender debido a cargos de corrupción, cláusulas de antinepoti­smo y violacione­s a los derechos humanos.

Al igual que en Brasil, muchos de estos casos —no todos, evidenteme­nte— son engañosos. Algunos contendien­tes fueron descalific­ados por razones válidas, o al menos legales. Otros fueron víctimas incuestion­ables de persecució­n política. Resulta difícil cuestionar la idea de que el caso de Lula más bien cae en las categorías de Venezuela y Nicaragua, y no en las otras. Salvo que la democracia brasileña no está colapsando ni se está asesinando a los manifestan­tes en las calles ni se está encarcelan­do a los estudiante­s, ni callando a los medios. Como The Economist advirtió hace algunos meses, puede que los jueces sean quienes gobiernan Brasil, pero no hay una dictadura.

Aunque creo que la revelación del escándalo Lava Jato y la diligencia de jueces como Moro han sido benéficos para Brasil y América Latina, prefiero ver a Lula en la boleta electoral que en la cárcel.

Las acusacione­s en su contra son demasiado endebles, el supuesto crimen tan menor — hasta ahora—, la sentencia tan evidenteme­nte desproporc­ionada y los riesgos tan altos que, en la América Latina de hoy, la democracia debería imponerse, por así decirlo, al Estado de derecho. En un mundo ideal, los dos van de la mano, y sin duda no chocan entre sí. En Brasil, lo hacen. Yo estoy con la democracia, con todo y sus defectos.

“Prefiero ver a Lula en la boleta electoral que en la cárcel... Yo estoy con la democracia, con todo y sus defectos”

Jorge G. Castañeda, secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003, es profesor de la Universida­d de Nueva York y columnista de opinión de The New

York Times.

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