El PAN cavó su tumba
Con el deshonor, la pugna por el poder, el egoísmo y la sinrazón, transcurren los acontecimientos políticos, sin que nadie de sus protagonistas acierte a darle honorabilidad, con sus actos, a la propia agenda pública.
Así, unos se disputan los despojos de lo que queda del PAN –en una elección amañada y sucia de la que todos conocen el desenlace, pero que varios se empeñan en hacerla pasar como impoluta–, con actores que padecen de amnesia e hipocresía al pretender desconocer a sus padrinos políticos; y otros, a pegarle a México desde el Legislativo y la propia Presidencia electa.
Marko Cortés, servil del proyecto de Ricardo Anaya, ahora se pinta como el paladín de la justicia y la democracia, cuando propios y extraños saben que es un lacayo de un proyecto presidencial frustrado, que busca continuar ninguneando a ese partido, que por cierto ha perdido el prestigio y lustre que por tantas décadas le dieron sus fundadores. Tal vez el haberse contaminado con la obtención de la Presidencia del país por 12 años, hicieron que se transformaran esos ideales del PAN –por el bien común– por mezquinas ambiciones que abrieron la puerta a militantes con hambre de poder político y económico. Así, engrosaron las filas del panismo personajes como Ricardo Anaya, Damián Zepeda y el propio Marko Cortés.
Escribo estas líneas cuando aún se desconoce quién será el próximo presidente de los blanquiazules, aunque no se necesita tener bola de cristal para adivinar que es Cortés, y que por más que Manuel Gómez Morín hiciera un decoroso papel, al aglutinar a panistas de cepa, lo cierto es que la maquinaria electoral de Anaya-Zepeda-Cortés funcionó conforme a sus propósitos. Con el resultado de la elección interna, Acción Nacional continuará autodestruyéndose, mientras que al país se le empuja a un remolino de problemas y tremendos escollos, provocados por el nuevo gobierno. Cuando precisamente se requieren partidos de oposición fuertes y cohesionados, para ejercer los contrapesos a una Presidencia autoritaria, el PAN se ha encargado, por las sanguijuelas que viven en su interior, de hacerse el harakiri.
Este es el escenario político del país, a 18 días del relevo presidencial: un nuevo partido en el poder, Morena, minado por las pugnas y diferencias que ya existen en su seno; y en contraparte, partidos de oposición, como el PAN y el PRI, que no asimilaron la derrota del 1 de julio como debieran, en virtud de que lejos de emprender las reformas necesarias para mantenerse en el ánimo de los electores, se han encaprichado en conservar el statu quo de las cúpulas del poder. Ambos partidos no tienen en su ADN la democracia interna, de hecho la aborrecen. La elección de sus dirigentes, en todos los niveles, es por la decisión de unos cuantos gandallas. La ciudadanía los ven ahora como apestados y se burlan de sus elecciones internas, que las observan alejadas de sus problemas y aspiraciones.
Se dice, por ejemplo, que sólo 270 mil militantes del PAN pudieron participar en la elección de su nuevo dirigente; ese número de electores no tiene, siquiera, alguna relevancia en el padrón electoral del país. Lo primero que deben hacer para recuperar credibilidad y confianza, es desconocer al nuevo presidente azul y convocar a elecciones democráticas abiertas.
Lo cierto es que, en el contexto nacional, las cosas empeorarán con el paso que acaba de dar el PAN, no sólo porque se pierde un partido de espolones, sino porque deja el camino libre a los priistas con disfraces de Morena para hacer y deshacer en aras de una llamada cuarta transformación; que de suyo debería denominarse, por los errores de octubre y noviembre, la cuarta descomposición.