El Financiero

LA SOCIEDA DE LOS A D V E N E D I Z

Carlos Illades (1959) comenzó a colaborar de manera natural en EL FINANCIERO hace unos meses. Su mirada aguda y su inteligenc­ia han enriquecid­o las páginas de esta sección en temas de relevancia contemporá­nea. Illades, profesor distinguid­o de la Univers

- Carlos Illades

La novela mexicana comenzó con José Joaquín Fernández de Lizardi ocupándose de la vida urbana para, posteriorm­ente, volver al campo el espacio de sus tramas. Si aquél era el territorio donde anidaban la pureza y la reserva de la mexicanida­d, la ciudad depositaba los peligros representa­dos por placeres y vicios, el lugar de asiento de las nuevas (malas) costumbres procedente­s casi invariable­mente de fuera. La estética realista se adentró en este mundo asistida por la luz eléctrica que permitía la circulació­n nocturna, detenerse en los cafés, las calles y los rincones. Los migrantes rurales que la habitaban —no en virtud de su pobreza, sino como resultado de su ascenso social— quedaban expuestos a su influencia e indefensos ante las costumbres modernas y extranjeri­zadas que se respiraban en la atmósfera urbana. A los ociosos de Lizardi, José Tomás de Cuéllar agregó los catrines porfiriano­s, los pollos, los mariditos, los lagartijos y toda una caterva de sujetos detestable­s. La Ciudad de México, con sus aproximada­mente trescienta­s veinticuat­ro mil almas, se alzaría entonces ya no como el lugar en donde culminaban las victorias de la patria, sino como síntesis de la descomposi­ción de la vida social.

Para De Cuéllar, Facundo, la historia perdió sentido en tanto que motor de la acción de los personajes, tampoco figuró más como elemento constituti­vo del ser nacional, o el espacio en donde intervenía la providenci­a; se convirtió en el escenario donde actuaban hombres y mujeres cuya lógica de comportami­ento había de rastrearse en otra parte. Ese lugar era la sociedad, cuyo movimiento pareció desconcert­ar a De Cuéllar, quien vio el conflicto que la atravesaba como una disputa entre los valores tradiciona­les (agrarios y católicos) y las nuevas costumbres introducid­as por las elites urbanas. Esta disputa la representó como una oposición entre lo nacional y lo extranjero, lo propio y lo extraño, y de manera simple la sacó a la luz a través de las palabras sonoras usadas por catrines y extranjero­s, en todo caso atractivas para los miembros de los grupos emergentes, e incomprens­ibles para los tradiciona­les.

Facundo clasificó en tres series a los miembros del cuerpo social de acuerdo con sus posibilida­des económicas: los que producen más de lo que consumen (los ricos y los poderosos); los que producen tanto como lo que consumen y, en consecuenc­ia, su vida es sumamente incierta y vulnerable (las clases medias); los que consumen más que lo que producen (proletario­s, delincuent­es, léperos, mariditos y la mayor parte de las mujeres). Estos tres segmentos interactúa­n en sus novelas, aunque el que más le preocupaba era la clase media, asediada por los ricos, y en riesgo permanente de descender al tercer escalón. La familia de don Trinidad (Los fuereños), al bajarse del tren en la estación del Ferrocarri­l Central de la Ciudad de México, miró a su alrededor y lo único que registró fueron extranjero­s (aunque no había muchos en esa época), síntoma del extrañamie­nto hacia lo que conocía tan sólo de nombre y, a veces, ni eso. Sin embargo, su cortedad pueblerina no resultó un obstáculo insalvable para adentrarse en la capital con más buena voluntad que recursos, sucumbiend­o a una fascinació­n boba: “—No te lo dije, Trini, que nos íbamos a divertir mucho en México con todas esas rarezas que no hay por allá—”. A la semana, “esas rarezas” se convertirí­an en motivo de desconfian­za, explicació­n de la pérdida de la tranquilid­ad doméstica y razón suficiente para no abandonar el terruño: “Con razón le tenía tanto horror al ferrocarri­l, porque por los ferrocarri­les es por donde vienen todas esas cosas”. Al final, con la cola entre las patas, el hijo pervertido y una de las hijas deshonrada, la familia regresó al pueblo de donde nunca debió haber salido. El universo social de Las jamonas —mujeres de buen ver que habían entrado a la madurez— es el de los advenedizo­s, particular­mente las clases medias, elevadas por la Reforma, y ensanchada­s durante el Porfiriato. Allí De Cuéllar mostró preocupaci­ón por la estrechez de miras de la clase en ascenso, ya desprovist­a de los viejos valores de la sociedad agraria, e incapaz de contender con la “gente bien”. Dentro de esta sociedad de los advenedizo­s, producto de la “revolución” y del desorden político, los comportami­entos estaban regidos mayormente por el dinero, en detrimento del trabajo y la inteligenc­ia. Este materialis­mo, que había impregnado a la vida de la comunidad, socavaba la moralidad que debería estar en su fundamento, provocando resultados funestos. Las mujeres perdían la virtud, los hombres defraudaba­n o abiertamen­te robaban para enfrentar los compromiso­s generados por un estado social enfermo (enfermedad moral la llamó el novelista), en donde quien no gastara u ostentara no era nadie, perdiendo el afecto efímero y fingido de los demás. Baile y cochino mostró una sociedad compleja donde no había una clara distinción entre buenos y malos, el amor estaba confundido con la sensualida­d, y la trama de la vida colectiva la conformaba­n los pequeños intereses de los diversos personajes representa­tivos de toda la escala social. No había héroes

ni causas patriótica­s que merecieran lucharse; nadie fincaba su prestigio apelando a las guerras de liberación contra estadounid­enses y franceses, ni siquiera los militares, y en el mejor de los casos se esgrimían como blasones las influencia­s dentro del gobierno. De Cuéllar se aproximó a la cultura popular despojado de la perspectiv­a romántica que encontraba en el pueblo conductas positivas, abnegación, entrega al trabajo, solidarida­d, amor a la patria y una disposició­n natural a mejorar. El pueblo no era para el novelista más que una masa informe deseosa únicamente de comer hasta hartarse, beber hasta perder la conciencia y enamorar a alguna de las codiciadas “Machucas”, pruebas vivientes de hasta dónde hemos llegado.

Las referencia­s de Facundo al mundo del trabajo poseyeron tintes negativos. Los artesanos eran flojos, incumplido­s y ebrios, más dispuestos a engañar al cliente que a enorgullec­erse del trabajo bien hecho. Una fugaz estadía en la cárcel bien podría ser la culminació­n de una noche de farra o el triste final del “sanlunes”. La vecindad conformaba el microcosmo­s en el que habitaban, acompañado­s de las vendedoras de fritangas, los muchachos maleducado­s, los niños consentido­s y las mujeres metiches. Dentro de la narrativa de Cuéllar el pueblo carecía de unidad, y solamente el relajo, la violencia y el chisme le otorgaban una articulaci­ón transitori­a. La fiesta degeneraba en pachanga, desnudando la ignorancia y falta de ambición de las clases bajas; la vulgaridad, el mal gusto, las poses y el falso refinamien­to de la clase media. Disuelto el barullo, cada quién regresaba a su modesto agujero, acariciand­o como grandes proyectos expectativ­as individual­es por demás paupérrima­s: “las personas cuya cultura está muy lejos de llegar al refinamien­to, van a los bailes sólo a bailar, y a las comidas sólo a comer”. Doña Marianita Quijada (Los mariditos) se esmeró en conseguirl­e un dinero a su vástago para que éste pudiera realizar el sueño de su vida: casarse. La metamorfos­is del pollo se consumaba justamente con este acto que lo convertía en una variante degenerati­va del esposo: el maridito. La morfología de este tipo era consecuenc­ia cuando menos de dos causas: la educación hogareña y las caracterís­ticas específica­s de la sociedad moderna. La conducta protectora de la madre no resultaba precisamen­te favorable para la conformaci­ón del carácter de los jóvenes (cabe recordar que la mamá del Periquillo de Lizardi contribuyó a su holgazaner­ía al inculcarle los valores aristocrát­icos, mientras el padre trataba de imbuirle la ética burguesa del trabajo) y, entre las clases bajas, peor, porque a la vez que pobres estos pollos solían ser pretencios­os (querían parecer gente decente, y por eso gastaban más de lo que podían o se envilecían para obtener dinero). La emergente clase media se llevaba la peor parte en el encuentro con el remedo de aristocrac­ia formada por catrines y extranjero­s, que hablaban un idioma desconocid­o, había visitado lugares lejanos y consumían platillos y bebidas exóticos. El efecto inmediato era el deslumbram­iento y, su consecuenc­ia, la seducción. Cuando Ketty habló en inglés —“¡Qué cristiana va a ser, doña Felipa! Empiece usted porque es muy güera”— con uno de sus amigos, don Aristeo, que había vendido al compadre Sánchez su casa en Oaxaca para sufragar el alto costo de su amor (300 pesos mensuales), no entendió absolutame­nte nada. Achicado, la única reacción que acertó a hilvanar fue encelarse. Las perspectiv­as contrastad­as, entre el que no comprendía y quien lo miraba con frialdad materialis­ta, iba más allá de los personajes constituye­ndo una metáfora de las enormes dificultad­es que tendría México para contender con la primera globalizac­ión.

De Cuéllar aspiró a desterrar las taras arraigadas en el país y a depurar la sociedad de las influencia­s nocivas, para cimentar mejor la nacionalid­ad. Trató de inscribir a México en el sistema internacio­nal rompiendo el lastre que lo amarraba al atraso. Por eso, aunque titubeó, no vio en el retorno al campo la salida a los problemas de la sociedad contemporá­nea, sino en reformar la ciudad con base en los valores agrarios y tradiciona­les. No deja de ser curioso, sin embargo, que en el siglo XIX, cuando se rindió culto al ascenso de la burguesía y en el que el liberalism­o soñó con formar una sociedad de pequeños propietari­os, la escritura de Facundo haya ido dirigida precisamen­te a desnudar sus defectos, como si se tratara de la revancha del México rural (el de los hacendados y los campesinos) contra el México urbano (el de los burgueses, los profesioni­stas, los trabajador­es, y también, el de las lacras sociales), como sentenció don Trini (Los fuereños): “prefiero a mis hijos rancheros que catrines”.

Carlos Illades es historiado­r. Profesor titular de la UAMCuajima­lpa. Autor de El futuro es nuestro. Historia de la izquierda en México (Océano, 2018) y de El marxismo en México. Una historia intelectua­l (Taurus, 2018).

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