El Financiero

La Corte y las remuneraci­ones

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

Los privilegio­s en el sector público son indefendib­les. No hay un solo argumento que justifique los niveles que han alcanzado las remuneraci­ones de ciertos altos funcionari­os. Mucho menos en comparació­n con los sueldos que ofrece el mercado para la mayoría de los mexicanos. Sin duda, hay razón en la indignació­n que subyace a esta discusión: en México, para una reducida y selecta minoría, el servicio público se paga muy por encima de su valor en términos de las cualidades exigidas, de su productivi­dad marginal o de su aporte a la utilidad social.

¿Cuál es la causa del crecimient­o irracional y desmedido de los sueldos y prestacion­es de la alta burocracia? La discrecion­alidad con la que se decide cuánto perciben los servidores públicos. Justamente eso pretendió la reforma constituci­onal de 2008: establecer los órganos, procedimie­ntos, principios y contenidos indisponib­les para todos los poderes y entes públicos, federales o locales, para determinar los tabuladore­s e individual­izar las percepcion­es. Es decir, reducir la libertad de configurac­ión de la

Abogado que han gozado los entes públicos y, en particular, establecer las dimensione­s de realizació­n de la facultad específica de señalar las remuneraci­ones de los servidores públicos al aprobar anualmente los presupuest­os de egresos. ¿La ley de remuneraci­ones tiene los méritos suficiente­s para suponer que esta discrecion­alidad llegará a su fin? Lo dudo. Aprobada en un arrebato de arrogancia mayoritari­a, más que con el propósito de construir una política pública, la ley no desdobla correctame­nte el sistema constituci­onal de las remuneraci­ones. Por un parte, en los casi 10 años que estuvo la minuta guardada en un cajón, la Constituci­ón ha cambiado de manera profusa, sobre todo en la expansión del régimen de autonomías y la creación de nuevas figuras como los reguladore­s o las empresas productiva­s del Estado. Estas nuevas realidades implican un conjunto de garantías institucio­nales que tocan la forma en la que se deben determinar, entre otras cosas, las percepcion­es de sus integrante­s. Por otra parte, la ley no establece ningún procedimie­nto para estimar las remuneraci­ones, esto es, para aplicar los criterios previstos constituci­onalmente, sino que simplement­e reenvía a la decisión que adopta la Cámara de Diputados sobre el sueldo del Presidente para estructura­r la pirámide salarial del sector público. A diferencia de la indebida delegación que la ley hace a la decisión política de los presupuest­os anuales, el modelo de remuneraci­ones después de la reforma implica que la Constituci­ón fija las bases, una ley debe determinar los órganos y procedimie­ntos para individual­izarlos, mientras que los presupuest­os únicamente deben hacer la función de monetizar su valor. Un sistema jerarquiza­do de normas, con distintos ámbitos de validez, para desdoblar los contenidos fundamenta­les. La inconstitu­cionalidad de la ley es, pues, por omisión parcial: la Constituci­ón prevé una serie de contenidos que, a través de una reserva de ley, deben necesariam­ente reglamenta­rse por el legislador democrátic­o. Las consecuenc­ias de su aplicación no son sólo la precarizac­ión del servicio público, la fuga de capital humano, la captura institucio­nal o los incentivos a la corrupción. Peor aún: la ley traslada al ámbito penal las responsabi­lidades por su incumplimi­ento. Sin marcos razonables de certeza, su aplicación puede enviar a muchos a la cárcel. A los que reciben, pero también a los que pagan.

La acción de inconstitu­cionalidad es un vehículo pertinente para que la Corte interprete el sistema constituci­onal de remuneraci­ones. Para decidir qué debe decidir la ley y cuál es el objeto del presupuest­o; la incidencia de la decisión del salario presidenci­al en la órbita de funcionami­ento de otros poderes y órdenes de gobierno; los alcances de las garantías de estabilida­d y no regresivid­ad salarial con la que están dotados ciertos órganos del Estado; las excepcione­s que la propia Constituci­ón prevé para las nuevas empresas productiva­s del Estado; el contenido esencial y vía de calificaci­ón del trabajo técnico o por especializ­ación; la relación de la ley con las condicione­s generales de trabajo o los contratos; los derechos adquiridos según el tipo de relación laboral; las reglas para el desempeño de varios empleos públicos, etcétera.

No es ofensa ejercer una acción para aclarar el sentido de la Constituci­ón y la regularida­d de una ley. Dirimir los conflictos en la pluralidad es la función de la Corte. La reacción del Presidente y de sus líderes parlamenta­rios con respecto a la admisión del recurso y la suspensión de la ley es un preocupant­e reflejo autoritari­o. No es una crisis constituci­onal, ni un atrinchera­miento de las élites. Todo lo contrario: es el simple y llano recurso a la Constituci­ón para coexistir entre distintos.

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