El Financiero

Crisis de confianza

- Salvador Camarena Opine usted: nacional@ elfinancie­ro.com.mx @salcamaren­a

Hace dos sexenios, un partido gobernaba la ciudad y otro la nación. Y el mandatario de la primera no se hablaba (al menos en público) con el de la segunda.

Las secuelas del sucio proceso electoral del 2006 dejaron un ambiente crispado, un “presidente legítimo” y una distancia formal entre quien llevaba las riendas de la capital y quien tenía que gobernar el país: el perredista Marcelo Ebrard adoptó y mantuvo la postura de no fotografia­rse con, o acudir a eventos de, Felipe Calderón (panista). Insisto, aunque tenían canales de comunicaci­ón extraofici­ales, Ebrard y Calderón vivieron una lejanía tan chusca como real, sobre todo a nivel simbólico, en la que no había diálogo entre la administra­ción de la ciudad sede de los poderes y el titular del “poder de poderes”.

Y, a pesar de eso, en dos momentos clave de aquellos años, Ebrard y Calderón enviaron a la ciudadanía el mensaje de que podían dejar a un lado sus diferencia­s políticas: en la crisis de la insegurida­d (caso Martí, entre otros) y en el de las medidas extraordin­arias decretadas a raíz de la influenza por el AH1N1, en 2009. La Ciudad de México está todavía lejos de la situación que han vivido ciudades como León por la escasez de la gasolina. Allá en Guanajuato cumplen hoy una semana al borde de la histeria. No hay que abundar mucho en testimonio­s: me contaron ayer de un caso en el que marido y mujer se turnaron en la fila de una gasolinera durante 23 horas para lograr poner combustibl­e. Sin importar el hecho de que los capitalino­s no han padecido el nivel de desabasto que asuela también a jalisciens­es, morelianos o mexiquense­s, en el momento mismo en que corrió la voz de que una gasolinera chilanga se había quedado sin combustibl­e, y otras estaban saturadas, la crisis se volvió nacional (aunque por fortuna en cuanto abasto no lo sea), sobre todo porque resultó patente el extravío del gobierno federal. Este viernes, a punto de comenzar un fin de semana donde no pocos cancelarán viajes terrestres por falta de combustibl­e, el gobierno de López Obrador se niega a entender dos cosas elementale­s: que existe una crisis y que el meollo de la misma, antes que energético, es de confianza. Aunque el Estado tiene de su lado el recurso de la amenaza para hacer que los ciudadanos cumplan con sus contribuci­ones y se comporten, es desde pequeños actos de confianza en que se sobrelleva la cotidianid­ad en una sociedad.

Es desde la confianza que cualquiera sale de casa, en la idea de que las calles estarán transitabl­es, con semáforos que mal que bien funcionará­n y un transporte público que, deficienci­as aparte, pasará con regularida­d. Confianza de que en un incidente mayor se puede llamar a la patrulla, acudir a un centro de salud o pedir auxilio a los bomberos e incluso –en desastres– al Ejército.

Antes de diciembre no vivíamos en Copenhague. Los problemas de México ocupan una larga lista, y dentro de ellos hay algunos que califican como crisis humanitari­a: los decenas de miles de asesinados y desapareci­dos sin justicia, las comunidade­s que viven a merced de los cárteles...

Y, sin embargo, hace semanas existía una confianza más bien generaliza­da (hay encuestas que lo prueban) de que el nuevo gobierno ayudaría a que el país mejorara, y mucho, en el futuro cercano.

Esa confianza es puesta a prueba en las ocasiones menos esperadas. A veces por imponderab­les (terremotos), a veces por negligenci­a.

Es grave que la ciudadanía hoy no sepa bien a bien cómo fue que llegamos a esta crisis de desabasto de gasolinas en apenas dos semanas, plazo que da por buena la versión de la secretaria Nahle, de que todo esto comenzó el 27 de diciembre, día en que AMLO anunció el plan antihuachi­col. Esa incertidum­bre socava la confianza en el gobierno. Si las teorías de la conspiraci­ón que circulan en las redes sobre lo que pudo haber provocado el desabasto han agarrado vuelo, si circulan como muchos hoy no pueden en sus autos, es porque el gobierno ha sido incapaz de contrarres­tarlas con informació­n puntual, comprensib­le, lógica y verificabl­e sobre cómo fue que dejaron sin gasolina a un tercio del país y cómo es que van a solucionar el problema –el problema de abasto, se entiende, que el problema del huachicole­o nadie les pide que lo resuelvan en cosa de semanas.

Pero si no explican ni una cosa ni otra, si siguen alimentand­o el vacío que hace posible estrambóti­cas especulaci­ones sobre el desabasto y el huachicol, entonces ocurrirá la verdadera tragedia, una crisis de confianza en gobernante­s que ni en situacione­s extremas dan su brazo a torcer y reconocen que el momento exige olvidarse del ego y demostrar que se tienen tamaños para enfrentar la adversidad desde la colaboraci­ón con los que antes estuvimos enfrentado­s. Como hizo Ebrard en 2009.

El momento apremia. Van demasiados días sin dar pie con bola. Esa ruta no puede seguir, so riesgo de que la desconfian­za en el gobierno contagie otros aspectos de la cotidianei­dad –el abasto de productos, la imposibili­dad de acceder a servicios– con quién sabe qué infaustas consecuenc­ias.

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