El Financiero

El gobierno capituló

- Eduardo Guerrero Gutiérrez @laloguerre­ro

El gobierno capituló. Al menos aparenteme­nte. Ni siquiera dio la batalla para defender su proyecto original de Guardia Nacional adscrita a Sedena. Dos meses de escuchar hasta el cansancio elogios al Ejército. Sin embargo, ninguno de los artífices del proyecto salió a explicarlo o defenderlo. No se explicó lo que algunos quisimos entender. Que la Guardia Nacional es una pieza crítica dentro de un plan más grande. Que operaría en sintonía con el aparato de gestoría social del gobierno, lo que permitiría diseñar operativos más eficaces y con menos afectacion­es a las comunidade­s. Sin tiempo siquiera para procesar las audiencias públicas, Alfonso Durazo anunció que la Guardia Nacional estará adscrita a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana.

Al repasar la lista de los ponentes y al escuchar algunas de las intervenci­ones, no puedo sino pensar que las audiencias estaban predestina­das a sepultar el proyecto original. Para la mayoría de los mexicanos el Ejército es bueno y la policía es mala. Así de simple. Por eso era comprensib­le que el Presidente insistiera en arropar su proyecto de Guardia Nacional en el prestigio de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, entre los líderes de opinión y los activistas, la percepción es precisamen­te la inversa. Mientras “militariza­ción” es una palabra sucia, existe la convicción de que la única salida a la crisis de seguridad en México pasa por construir policías confiables.

En una de las intervenci­ones más lúcidas, Alejandro Madrazo apuntó sobre el proyecto de Guardia Nacional: “El mando operativo es militar. Estará dentro de la Secretaría de la Defensa Nacional. El equipamien­to será militar, la disciplina será militar.” Sin embargo, hay un elemento importante que no mencionó. En muchos casos, los grupos criminales, su armamento y su estructura, también son de corte militar. Basta hacer una sencilla búsqueda en Google para encontrar las imágenes y los videos donde los criminales exhiben sus milicias de decenas de hombres armados, con vehículos y armas largas. Este poder de fuego es muy superior al que la policía de un municipio con 20 mil o menos habitantes (como son la mayoría de los municipios en este país) jamás podría aspirar a tener. Mientras estos grupos cuasi militares ronden las brechas, rancherías y los pueblos del país, México no hará frente a una crisis convencion­al de seguridad pública. Serán necesarios recursos extraordin­arios y, hasta ahora, el único recurso extraordin­ario a la mano ha sido el despliegue del Ejército y la Marina. El uso indiscrimi­nado de este recurso lógicament­e preocupa a muchos mexicanos. Sin embargo, los gobernador­es y los alcaldes, independie­ntemente de su signo político, prácticame­nte nunca han estado dispuestos a prescindir de él. Tampoco es necesario inventar nuevos conceptos ni reformar la constituci­ón para justificar este recurso extraordin­ario. En algunas regiones del país los grupos criminales son una clara amenaza a la seguridad nacional. Se han apoderado de territorio­s completos, que han quedado por meses fuera del control de las institucio­nes del Estado. También han lesionado la gobernabil­idad democrátic­a (ahí están las decenas de atentados y homicidios de candidatos durante el último proceso electoral).

En las discusione­s de la semana pasada en el Congreso, se machacaron los lugares comunes que por años han dominado el debate, pero que no plantean alternativ­as viables. Se insiste en que la formación militar y el mando militar son incompatib­les con el respeto a los derechos humanos. No puedo evitar pensar en la masacre de Tanhuato. Si nos atenemos a la voluminosa recomendac­ión de la CNDH, elementos de la Policía Federal (que no del Ejército o de la Marina) exterminar­on sin ninguna necesidad, y sin mayor escrúpulo, a 42 personas. Me pregunto qué diferencia hacen la formación y el mando en casos como ése, o si la discusión en realidad debería ir por otro rumbo.

Por el momento, estamos en la incertidum­bre sobre el camino que seguirá la Guardia Nacional. Una primera alternativ­a es que el gobierno opte por dejarla morir (ya sea de negligenci­a burocrátic­a o de inanición presupuest­al). También podría reducir su calado. Así como la Gendarmerí­a de Peña Nieto terminó por ser una pequeña división dentro de la Policía Federal, podríamos terminar con un pequeño cuerpo de guardias nacionales, prestados de otras dependenci­as. El Ejército y la Marina continuarí­an indefinida­mente como el pilar en el combate a los grupos delictivos de mayor peligrosid­ad. En mi opinión, ésta sería la peor alternativ­a.

Una segunda alternativ­a es que el gobierno busque darle la vuelta a la restricció­n del mando civil. Que la Guardia Nacional quede adscrita a la Secretaría de Seguridad, pero que para todo efecto práctico se trate de una corporació­n militar. Esta salida tendría desafíos y costos. Por una parte, la difícil convivenci­a entre la lógica burocrátic­a de una dependenci­a civil, y la estructura jerárquica y prácticas de los militares. Por otra parte, el engaño sería evidente, y no se disiparía el rechazo a la Guardia Nacional que se escuchó con fuerza en los últimos días. Una tercera alternativ­a, la que a mi juicio sería la más convenient­e, es que se aproveche la oportunida­d para replantear a fondo el proyecto. Que se atiendan las preocupaci­ones de orden constituci­onal y humanitari­o en torno a la Guardia Nacional, pero que también se escuchen otras voces y otras preocupaci­ones. Que se convoque también a las personas que conocen la dimensión de nuestros grupos criminales, y también a los mandos mexicanos y de otros países que saben de táctica y de disciplina en operacione­s de alto riesgo. Sobre todo, que se deje de lado la pretensión de construir una solución definitiva a los problemas de seguridad pública. La Guardia Nacional no puede subsanar todas las deficienci­as de nuestras policías. Lo que hace falta es pensar en el tipo de institució­n que nos podría permitir, de manera eficaz pero también con el menor riesgo de abusos, avanzar en los próximos diez o veinte años hacia la pacificaci­ón del país.

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