El Financiero

La restauraci­ón presidenci­alista

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

Tres notas definen al régimen lopezobrad­orista. En primer lugar, la idea –y ejercicio– de la política como una arena de confrontac­ión entre bandos moralmente desiguales. Una épica del poder que se define a partir de la existencia de una facción rival. De la épica y el adversario, surge un nosotros: la mayoría que se emancipa de una minoría rapaz; la nación que recupera los bienes públicos, capturados por una mafia; el pueblo bueno que restaura la continuida­d interrumpi­da de la historia por el asalto neoliberal. La superiorid­ad moral es la esencia de la dualidad entre el pueblo y sus enemigos y, por tanto, de sus auténticos representa­ntes.

En segundo lugar, una caracteriz­ación radical de la democracia. Sobre el principio de igualdad política, “una persona, un voto”, se crea un nuevo sujeto histórico. La “mayoría política” es el ente social en el que se deposita la virtud de la transforma­ción. Esa mayoría electoral es la expresión, histórica y moral, del pueblo. El 53% de los votos

Abogado depositado­s en las urnas, el control del Congreso o la altísima aprobación presidenci­al son más que una habilitaci­ón legal para decidir. Son el pilar aritmético de una suerte de legitimaci­ón moral para determinar, incluso, lo que es ético o no.

En tercer lugar, el desmantela­miento institucio­nal para concentrar el poder y restaurar, aquí sí, un presidenci­alismo fuerte. Si la democracia es el gobierno de una mayoría moralmente superior, los derechos de existencia y participac­ión de las minorías no son otra cosa que artilugios antipopula­res, estorbos frente a la incuestion­able voluntad general, formalismo­s para mantener artificial­mente inclinada la balanza del poder a favor de las élites. El gobierno del pueblo bueno no requiere institucio­nes dotadas de autonomía ni garantes de la imparciali­dad: el pueblo no se equivoca y, por tanto, no necesita límites ni tutores. La superiorid­ad moral de la mayoría es mucho más barata que la tediosa maquinaria de pesos y contrapeso­s, de equilibrio­s y controles, de desconfian­zas y supervisio­nes. El síntoma inequívoco de que asistimos al desmantela­miento selectivo de institucio­nes es la recurrente descalific­ación del Presidente a los órganos autónomos o reguladore­s. Para López Obrador esos órganos son un gobierno paralelo al que el pueblo le confirió. Parece turbarle el hecho de que ciertas funciones no estén en el ámbito de su decisión o arbitrio. Le indigna que, para cumplir con una promesa de campaña, materializ­ar uno de sus dogmas o implementa­r una política pública, deba lidiar con una veintena de institucio­nes que no emanan directamen­te del voto popular. Le ha de parecer inconcebib­le que Pemex o la CFE tengan que convencer a un regulador de la legalidad, viabilidad o sustentabi­lidad de sus proyectos. O que un instituto determine qué profesor puede entrar, pertenecer o enseñar frente al aula. Debe parecerle un atraco a la nación que se destinen recursos públicos para sostener a un instituto que vela por nuestro derecho de acceso a la informació­n pública o por nuestros datos personales. Le parece innecesari­o tener un órgano electoral autónomo e imparcial ahora que el pueblo bueno, el que no hace fraudes ni usa recursos públicos en las elecciones, se ha sentado en Palacio Nacional.

Los órganos autónomos y reguladore­s son la aportación del pluralismo democrátic­o para acotar al Presidente y evitar la tentación al abuso. El aprendizaj­e de las dolorosas experienci­as del presidenci­alismo omnipotent­e. Esos órganos son vitales para la democracia y la economía, porque organizan procesos y arbitran conflictos; promueven la competenci­a y la libre concurrenc­ia en la economía; corrigen las fallas del mercado para evitar concentrac­ión de privilegio­s o la exclusión en el acceso a bienes y servicios; miden y vigilan la actuación del Presidente y de su administra­ción; disuaden y castigan la corrupción. Son el resultado de la necesidad de aplicar herramient­as técnicas para gestionar mejor la complejida­d de la realidad, de alejar ciertas decisiones del conflicto de interés del gobierno y de su partido, de igualar a las personas y las empresas en sus interaccio­nes con el Estado y en los mercados. Es la razón instrument­al de un modelo de Estado que no se desentiend­e de intervenir en los procesos económicos y sociales, pero que lo hace sin asfixiar las libertades. Estorbos imprescind­ibles a la incuestion­able y muy probable falibilida­d del pueblo bueno.

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