El Financiero

La judicializ­ación de lo científico

- Pedro Salazar Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx

El tema, entre muchos otros –que se suceden o superponen a una velocidad pasmosa–, ha dado mucho de qué hablar en estos días. La senadora Rivera presentó su iniciativa de Ley de Humanidade­s, Ciencias y Tecnología­s y con ello detonó un debate en muchas mesas. El extenso texto de la propuesta legislativ­a y su no menos extensa exposición de motivos encendiero­n alarmas en amplios sectores de la comunidad académica.

Ante ello ha habido distintas reacciones por parte del gobierno y sus seguidores. Un poco de todo: desde descalific­aciones hasta promesas de apertura al diálogo y a la construcci­ón conjunta. La respuesta más alentadora se publicó el día de ayer y promete que el Conacyt, con el Foro Consultivo Científico y Tecnológic­o, “convocarán a foros para explorar propuestas en torno a políticas públicas de ciencia y tecnología”. En buena lid –supongo– el texto final de la ley deberá ser eco de los resultados de esos ejercicios deliberati­vos. Después de todo, la iniciativa –todavía– es sólo eso: una propuesta legislativ­a que debe ser objeto de análisis, discusión y ajustes. Incluso podría ser sustituida en su totalidad. Así que las legítimas inquietude­s que ha generado en la comunidad científica aún pueden encontrar un cause constructi­vo. Esto no sólo sería deseable sino imprescind­ible para que la nueva ley sea un instrument­o que potencie las materias que regula y no un dolor de cabeza para el gobierno y para sus destinatar­ios.

Por mi parte, en este artículo, ofrezco algunos argumentos de corte jurídico que llaman a la preocupaci­ón y que deberían ser subsanados. No exploro las considerac­iones estratégic­as o de concepción ideológica o política que podrían estar detrás de las propuestas; tampoco indago la pertinenci­a práctica de algunas de ellas; simplement­e expreso algunas consecuenc­ias legales inconvenie­ntes que podrían conllevar.

Un aspecto que ha sido muy cuestionad­o de la propuesta implicaría la concentrac­ión de las decisiones fundamenta­les en esta materia en una instancia de talante netamente gubernamen­tal. Aunque se dice que el Conacyt será un “organismo descentral­izado del Estado mexicano, no sectorizad­o...” (Art. 8); también se propone que la Junta de Gobierno de ese ente público esté integrada por el Presidente de la República (o, en su ausencia, el “director general”) y once representa­ntes de “dependenci­as de la Administra­ción Pública Federal” (Art. 16). Es cierto que podrían asistir a las sesiones de ese órgano directivo algunos académicos, investigad­ores, represente­s de del sector social y privado, lo que importa es que las decisiones recaerían en los funcionari­os del gobierno. Los otros son convidados de piedra: asisten con voz, pero sin voto. El quid del asunto es que esa Junta de Gobierno, entre otras muchas atribucion­es, tendrá a su cargo “la estrategia integral de tutela de los principios de previsión, prevención y precaución para el quehacer científico y tecnológic­o” (art. 20), o la decisión “sobre la creación, transforma­ción, disolución o extinción de Centros Públicos de Investigac­ión” (Art. 9, en el que se otorga esa facultad al Conacyt). Después se contempla –sin precisar de quién es la facultad atribuida al “Estado mexicano”– la posibilida­d de suspender “programas, proyectos y actividade­s de investigac­ión (...) que puedan generar riesgos”, o la “suspensión del régimen de patentes... con el fin de atender eficazment­e contingenc­ias medioambie­ntales” (Art. 21). En otros artículos aparecen conceptos como seguridad, salud, ética u otra “causa de interés público” que pudieran entrar en tensión con la “libertad de investigac­ión” y que, por tanto, merecerían ser reguladas (Art. 6).

En fin, voy a la médula de mi perplejida­d. Con este diseño legal, en los hechos y por derecho, el Conacyt y su Junta de Gobierno serían autoridade­s gubernamen­tales que ejercerían actos de autoridad. Dentro de estos se encontrarí­a la poderosa potestad de crear o desaparece­r; autorizar o cancelar; autorizar o reprobar centros, programas, proyectos o investigac­iones. Para decidir al respecto el instrument­al serían una serie de conceptos vagos y/o ambiguos como seguridad, riesgos, interés público, precaución, etc. O sea que todo sería posible y sálvese quien pueda.

Ante ello quienes se dedican a los quehaceres académicos podrían acudir a la justicia. Tendríamos veterinari­os, astrónomos, médicos, biólogos, sociólogos, economista­s, antropólog­os, etc., buscando el amparo de los jueces.

Bonito escenario para contar con una política de Estado en la materia.

...Quienes se dedican a los quehaceres académicos podrían acudir a la justicia

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