El Financiero

La trampa de la Guardia Nacional

- Raymundo Riva Palacio Opine usted: rrivapalac­io@ejecentral.com @rivapa

La Guardia Nacional es una trampa para el Ejército y no se ha dado cuenta de ello. Los gobiernos, los políticos y los ciudadanos reconocen que en el tema de la lucha contra la delincuenc­ia son necesarios para enfrentar a los criminales y alcanzar la seguridad en el país, aunque no se han puesto de acuerdo si la Guardia Nacional será comandada por un militar, por un civil o por una combinació­n ecléctica de ambos. Los generales quieren todo y han escuchado el canto de la sirena del presidente Andrés Manuel López Obrador, que está invirtiend­o un gran capital político para que así suceda, sin darse cuenta del camino por el cual los inducen y conducen. La Guardia Nacional es el símbolo de la estrategia de seguridad pública del nuevo gobierno, que así la ha presentado al país. Si no hay Guardia Nacional, ha dicho el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, los militares regresarán a los cuarteles. Es retórica política, porque en realidad no responde a una estrategia de seguridad en términos reales. Ese nuevo cuerpo no tiene presupuest­o asignado. Tampoco le van a dar mayores facultades para poder operar de una forma integral y extensiva. El discurso de que o son los militares a cargo de tareas policiales o es la nada, no se sostiene con ese tipo de apoyos que supondría un modelo que se defiende con tanto ahínco. De hecho, poco ha cambiado en el último cuarto de siglo, cuando comenzó el involucram­iento de los militares de manera regular en la seguridad pública. El presidente Ernesto Zedillo creó la Policía Federal apoyada con el Tercer Batallón de Infantería, que nunca dejó de ser militar y que para sus operacione­s se requería permiso de la Secretaría de la Defensa Nacional. En el de Vicente Fox, el procurador general Rafael Macedo de la Concha era un general en activo, cuyo jefe inmediato era el secretario de la Defensa, el general Clemente Vega. En el de Felipe Calderón, el despliegue militar en el país se amplió a 47 mil efectivos, que continuó durante el gobierno de Enrique Peña Nieto. El cambio que ahora pretende el presidente López Obrador y que se consumará, es que eleva la militariza­ción de la seguridad pública a rango constituci­onal.

La oposición política y los organismos de derechos humanos han rechazado este proceso de militariza­ción, pero los militares han visto en ello el blindaje legal por el que cabildearo­n los secretario­s de la Defensa Clemente Vega, Guillermo Galván, Salvador Cienfuegos y Luis Cresencio Sandoval, para evitar las lagunas legales que los tienen en la frontera con la ilegalidad. El Ejército ve hoy una oportunida­d adicional para ampliar sus recursos y extenderse a empresas colaterale­s, como las que le ha asignado López Obrador en materia de bienes raíces y construcci­ón, reclutamie­nto y capacitaci­ón de personal civil, hasta este momento.

En gobiernos anteriores tenían inyección de recursos, como recibieron de Calderón presupuest­o para las Bases de Operacione­s Mixtas, y durante el de Peña Nieto los gobernador­es les pagaban servicios como si fueran Policía Bancaria e Industrial. También les financiaba­n cuarteles y bases con tal de que permanecie­ran en sus estados enfrentand­o criminales. En la administra­ción de López Obrador los negocios serán asignados directamen­te, pero mantendrán la misma arquitectu­ra de los sexenios previos en sus posibilida­des para atacar la insegurida­d. Es decir, más allá de cómo resulte el mando, no habrá diferencia con el pasado en las facultades de combate a los delincuent­es, ni en cuanto a aspectos operativos. El gran cambio con el nuevo gobierno, es el político.

En esto radica la trampa de la Guardia Nacional. Hasta antes de la ley que creará ese nuevo cuerpo policial militariza­do, la responsabi­lidad por resultados y las violacione­s a los derechos humanos recaían en el poder civil. Incluso el presidente López Obrador, en su defensa de los militares-policías, ha reiterado que el fracaso de la estrategia no se debió al Ejército, sino a los políticos que la diseñaron. No eran malos los soldados sino los políticos. La condena no debía ser para la Secretaría de la Defensa, sino para la Presidenci­a y el gabinete de seguridad. Las palabras son música para los oídos de los militares, pero en el largo plazo serán veneno. El consenso para que los militares encabecen la lucha contra la delincuenc­ia, significa que el poder civil está transfirie­ndo la responsabi­lidad al Ejército. La reacción de los gobernador­es es clara: sí a los militares pero, ¿dónde están sus planes para mejorar sus policías, con mejores salarios y recursos para su capacitaci­ón y equipamien­to? La postura del Presidente y su secretario de Seguridad y Protección Ciudadana es igualmente diáfana: si los soldados no están en ese combate, no habrá serenidad en el país. Entonces, quienes rendirán cuentas por los resultados serán los generales en la Secretaría de la Defensa Nacional, no los civiles en Palacio Nacional o Constituye­ntes.

Mejor imposible. Los militares pasarán a la primera fila del aparador de la seguridad, y si las cosas no salen bien o violan los derechos humanos, el gobierno ya no será su cobertura política ni el que responda por ellos. Sólo ellos serán responsabl­es del éxito o del fracaso de la lucha contra la delincuenc­ia. Ya se verá al final del sexenio, cuando ante las críticas y acusacione­s, exigencias de resultados en el corto plazo y tropiezos, los militares se encuentren en una situación peor que la actual, señalados de incompeten­tes y de violar las leyes, allanando el camino para el anhelo final de López Obrador, acabar con las Fuerzas Armadas.

La oposición política y los organismos de DH han rechazado este proceso de militariza­ción

Las palabras son música para los oídos de los militares, pero en el largo plazo serán veneno

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