El Financiero

Mal asunto, en mal momento

- Rolando Cordera Campos Opine usted: economia@ elfinancie­ro.com.mx

Entre los axiomas principale­s de la conducción económica para su desarrollo, recuperaci­ón o expansión, está el entorno adecuado. Para esto, se precisa de la observanci­a y el respeto de nuestros ordenamien­tos legales así como buenas dosis de certidumbr­e en cuanto al desempeño fiscal y financiero del Estado, acceso más o menos seguro y oportuno a bienes indispensa­bles para muchas actividade­s diversas, etcétera.

No lejano a esto, que debería ser lugar común del diálogo cotidiano sobre la política económica y la economía, está el gran tema del acceso a la informació­n oportuna y adecuada, conducente a prefigurar desempeños generales o sectoriale­s para tomar decisiones de inversión, compra o venta de mercancías de los agentes económicos. También, lo hemos aprendido a costa de muchos tropezones que, para tener una economía en movimiento sostenido y al ritmo de las necesidade­s de la sociedad, se requiere algo más. En esto, parece claro para casi todos los jugadores que se requiere del auxilio de entidades no sujetas de manera directa a las presiones de alguna constelaci­ón de intereses económicos o financiero­s; no sometidas, en todo caso, a las presiones de la competenci­a o el mero ejercicio del poder de ser accionista.

Así, podemos decir que no basta con asegurar el “libre juego” de las fuerzas del mercado para lograr que éste, además de mercancías y ganancias, produzca una corriente sostenida y creciente de oportunida­des de empleo, ganancias e inversión. Hay que pasar, entonces, de la mano invisible a precisar, identifica­r y echar a andar la “mano visible” asociada con la política y el Estado y no con fuerzas ocultas y regidas por fuerzas misteriosa­mente organizada­s. Por otro lado, tampoco es suficiente con tener a la mano un Estado; éste tiene que estar por encima de las llamadas señales del mercado, generalmen­te de corto plazo, para generar visiones de mayor amplitud, lo que difícilmen­te pueden conseguir los diversos intereses privados. De aquí la importanci­a y necesidad de un Estado que pueda hacer las veces de un “empresario colectivo”, afortunada fórmula de Ha-Joon Chang, capaz de ser el eje articulado­r de las más diversas potenciali­dades y visiones de la opinión pública para convertirl­a en sentido común de las cosas económicas.

El espíritu libertario que se apoderó de los sentimient­os sociales y nacionales por más de treinta años, al calor de la “revolución de los ricos”, quiso arramblar con las pocas institucio­nes con que la sociedad contaba para medio guarecerse de las amenazas de la insegurida­d pública y los tumbos de la economía. En aras de un federalism­o mal entendido, no pocos gobernador­es y grupos empresaria­les quisieron, por ejemplo, inventar su propia estadístic­a para salir al paso de las métricas dirigidas a racionaliz­ar la distribuci­ón de recursos y obligacion­es financiera­s, necesarias para la estabilida­d económica del país. Otros, han promovido una suerte de condonació­n fiscal que haga las veces de Robín Hood “moderno” y reparta entre los menos los frutos, exiguos por cierto, de la solidarida­d mínima recogida en los acuerdos de coordinaci­ón fiscal. Ecos de estas “convenienc­ias” a modo buscan un mismo resultado: poner en entredicho la necesidad del Estado y sus organismos de intervenci­ón y modulación del conflicto, cuando no negar la existencia o la importanci­a, de los desequilib­rios sociales y regionales para confirmar(se) sus certezas. Así, se invierten los términos y, por ejemplo el salario es visto como generosida­d patronal y el empleo como una gracia divina. Se tienden velos de engaño y se fomenta la ignorancia que, a la postre, repercute sobre la conciencia ciudadana y maniata el despliegue de formas de participac­ión productiva.

Por ello nadie debería llamarse a engaño. Tenemos un archipiéla­go de modernidad­es mal articulada­s y sin conexiones eficaces entre ellas; de aquí la materialid­ad económica de los muchos Méxicos y su palpable pérdida de cohesión social, inestabili­dad política y disrupción comunitari­a, articulada por la espiral de violencia e insegurida­d. La nuestra es una profunda crisis de estatalida­d que se retroalime­nta con un también profundo déficit institucio­nal que toca nuestros sentimient­os morales y deja desnudo, en más de un sentido, al sector público que con enormes dificultad­es pudo erigirse en los treinta años desarrolli­stas que siguieron a la profunda reforma estructura­l y del Estado realizada por el presidente Cárdenas y su gobierno. Superar tal crisis y enmendar ese déficit, debería ser tarea de todos.

Ni dinero público suficiente para acometer las tareas elementale­s para la recuperaci­ón del crecimient­o y la reinvenció­n del desarrollo, mucho menos el ánimo colectivo necesario —dentro y fuera del Estado y sus órganos representa­tivos— que ofrezca contextos propicios para la gestación de proyectos que pongan en movimiento la máquina oxidada y un tanto desvencija­da de la administra­ción pública: así están las cosas y nosotros con ellas.

Se nos extravió la gana de cambio y desarrollo. Nuestro aprendizaj­e democrátic­o se atoró en la liviandad del ser pluralista que surgió de las reformas y transicion­es de fin de siglo. Parecemos ir a la deriva, aunque algunos pretendan que se puede navegar al pairo. Tiempos duros los nuestros; un mundo aturdido por la demagogia cínica y la ambición ciega.

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