El Financiero

El lenguaje golpista

- Abogado Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

En la postrimerí­a de la Segunda Guerra Mundial, George Orwell alertaba del riesgo de que el lenguaje corrompier­a al pensamient­o. La vaguedad, los eufemismos, las frases prefabrica­das, las “metáforas moribundas”, decía, “anestesian una parte del cerebro”, desactivan los reflejos intelectua­les de la comunidad lingüístic­a, fomentan la pereza mental de cada uno para discernir. Y es que la lengua no es un mero instrument­o para expresar una idea, un concepto o una experienci­a. No es sólo un vehículo para comunicarn­os, para reconocern­os o acercarnos. Es un arma que sirve para “dar forma a nuestras intencione­s”, para provocar en los otros una reacción, para inducir un comportami­ento. Por eso, en aquel ensayo sobre la política y la lengua inglesa, publicado por primera vez a finales de 1945, Orwell advertía que entre la disputa por el poder y el envilecimi­ento del lenguaje había una relación obvia. La política es en sí misma, decía, un amasijo de mentiras, evasivas, delirios. Su materia prima son las patrañas y el embauque. “El lenguaje político –concluye el ensayista inglés– está diseñado para que las mentiras suenen a verdad y los asesinatos parezcan algo respetable; para dar aspecto de solidez a lo que es puro humo”. Desde la primera alternantu­cional cia en el año 2000, no se había especulado en el país sobre la posibilida­d de un golpe de Estado. Entre las incertidum­bres del cambio político, flotaba la duda sobre la disposició­n del entonces partido hegemónico para aceptar los resultados electorale­s y entregar pacíficame­nte el poder. Es difícil saber si tal riesgo existió en realidad. Lo cierto es que desde entonces el fantasma de una ruptura del orden constide había desapareci­do de nuestro imaginario. Hasta que resurgió en voz del propio Presidente de la República.

No me parece trivial, meramente anecdotari­o, que el Presidente de la República evoque la amenaza golpista. Si bien sabemos que el político tabasqueño no se distingue por sus autoconten­ciones, es preocupant­e que el concepto y su giro dramático provengan de la autoridad presidenci­al. Sobre todo en el contexto en el que desliza la advertenci­a: la semana más dura de su administra­ción tras el fiasco de Culiacán, la intensa crítica que los hechos y sus explicacio­nes han suscitado, las conjeturas sobre la inoperanci­a del gabinete de seguridad y, por supuesto, las tensiones que la estrategia de seguridad empieza a provocar, especialme­nte por el trato errático hacia las Fuerzas Armadas.

Una nación democrátic­a no puede tomar como un exabrupto sin importanci­a que el Presidente ponga en su boca el riesgo de un vuelco a la continuida­d constituci­onal del país. Mucho menos, dado el tono usado en sus expresione­s: “la transforma­ción que encabezo cuenta con el respaldo de la mayoría libre y consciente, justa y amante de la legalidad y de la paz, que no permitiría otro golpe de Estado”. ¿Por qué alerta de ese riesgo? ¿Qué amenaza ve el comandante supremo de las Fuerzas Armadas que lo mueve a deslizar la advertenci­a? ¿Qué informació­n ha recibido –y de parte de quién– para justificar la necesidad de fijar una posición pública con tal grado de alarma? ¿Qué sabe el Presidente que no sabemos el resto de los mexicanos?

Y aquí caben sólo tres posibilida­des.

La primera posibilida­d es que los dichos del Presidente no son más que humo para distraer la atención del fracaso de Culiacán y para recapturar la empatía de la opinión pública frente a un evento que tiene muy pocos márgenes de justificac­ión. Una cortina conspiraci­onista para victimizar­se y sacudirse a los críticos. La forzada comparació­n con el martirio maderista para sembrar la épica de un incomprend­ido que lucha contra las fuerzas obscuras del mal. La perversa banalizaci­ón de un riesgo extremo con el propósito de salir al paso de una coyuntura políticame­nte compleja.

La segunda posibilida­d es que, en efecto, el Presidente tenga indicios de que algo así está por ocurrir. Si ese es el caso, la revelación pública a través de sus cuentas de Facebook y Twitter es una enorme irresponsa­bilidad. Antes de frivolizar con florituras históricas e histriónic­as, debió seguir los cauces que prevén la Constituci­ón y las leyes frente a alguna amenaza a la seguridad nacional y, consecuent­emente, activar los protocolos para su atención inmediata. Y es que la preservaci­ón del Estado, del orden constituci­onal, de la democracia y de las institucio­nes exigiría, en todo caso, la mayor de las seriedades.

La tercera posibilida­d –la más grave, a mi juicio– es que el desplante presidenci­al sea el inicio del uso políticame­nte intenciona­do del golpismo. La simplifica­ción de un riesgo para mantener movilizado­s a sus leales. La nueva categoría para definir el lugar que se ocupa en la dialéctica amigo-enemigo. La intención de vaciar de contenido a una palabra con el propósito deshonesto de usarla como rasero para cuestionar la legitimida­d moral y política de los adversario­s. El golpismo como discurso político que convierte a la crítica democrátic­a en amenaza a la seguridad nacional y a los críticos en enemigos del Estado. La narrativa que acosa con la sombra de la sospecha. La intenciona­l “vaguedad neblinosa” de un concepto político altamente peligroso, para justificar la razón de Estado contra los insumisos. Orwell alegaba que el uso del lenguaje podía conducir a la decadencia o a la regeneraci­ón política. Más que tratar con rigor a las palabras, apelaba a una suerte de militancia activa en contra de la manipulaci­ón del lenguaje. “La invasión que sufre la mente por parte de las expresione­s (…) sólo se puede impedir si uno se mantiene constantem­ente en guardia frente a ellas”. Tomar posición frente a los dichos del poder. Tomarse en serio, en cualquiera de sus posibilida­des, el lenguaje golpista del Presidente.

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