El Financiero

Beto, el mito

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La verdadera vocación de Beto O’Rourke es la literatura, que fue la especialid­ad en la que se graduó en la Universida­d de Columbia. Y de la literatura lo que más le apasiona es la mitología griega, al grado de ponerle el nombre de Ulises a su hijo mayor. De hecho, llegó a la política leyendo biografías épicas de los expresiden­tes de Estados Unidos y su vida la eslabonan una serie de golpes audaces, como los de Odiseo.

Su primera aventura fue escapar de la sombra de su padre dominante, un hombre que había caído en las adicciones por sus frustrados proyectos políticos y de negocios. Se rasuró la cabeza y junto a sus amigos salió de la atmósfera asfixiante de El Paso, Texas. Formaron una banda de rock pero luego de grabar un disco y hacer algunas presentaci­ones se aburrieron. Les entró entonces la pasión por las computador­as y al poco tiempo ya eran miembros del Culto de la Vaca Muerta, un grupo de hackactivi­stas famoso por lanzar herramient­as para que gente común pudiera piratear videojuego­s o programas informátic­os y robar el servicio telefónico de larga distancia. Con el seudónimo “psichedeli­c warlord” Beto posteo entonces algunos textos inquietant­es, como el de un joven que atropella a propósito a unos niños. El jueguito se les acabó cuando alardearon de que podían hackear satélites militares y el FBI empezó a investigar­los.

Luego de que lo arrestaron dos veces por conducir alcoholiza­do, su madre lo convence de que regrese a El Paso y lo pone a trabajar en su mueblería. Al poco tiempo, cuando ya había puesto un negocio de diseño de páginas web, se enamora de la hija del hombre más rico de la ciudad (William Sanders, fundador de la firma de inversione­s inmobiliar­ias La Salle Partners), a quien al principio no le caía nada bien, pero que acabó reconocien­do su carácter atrevido. Con su apoyo económico y con el respaldo de un grupo de chicanos, a los que conocía desde niño, gana la elección de concejero municipal. Sin embargo, ellos lo repudian cuando aprueba un proyecto de regeneraci­ón urbana de su suegro, que implicaba desplazar del centro de la ciudad a familias de migrantes pobres.

Como quiera ya había contraído el virus de la política y osadamente, luego de tres períodos, se lanza a disputarle la candidatur­a al Congreso a un personaje que se había reelegido continuame­nte. Su estancia de seis años en el Capitolio no fue muy llamativa. Se manejó como un independie­nte inofensivo, votando a veces con su partido y a veces con los rivales. Por eso sorprendió a todos que el año pasado pretendier­a convertirs­e en senador, ganándole a Ted Cruz en un estado tradiciona­lmente republican­o. Haciendo campaña casa por casa y sin propaganda negativa casi lo logró.

BETO ES BETO

Su enorme parecido físico con Robert Kennedy y su discurso lleno de sinceridad, idealismo y buena vibra (semejante al de Jimmy Carter) convencier­on a muchos de que podría ser el abanderado del partido Demócrata en esta justa presidenci­al. En marzo, cuando empezó a recorrer el país, se veía muy prometedor, con gran exposición mediática y creciente capacidad para conseguir donativos. La revista Vanity Fair puso en su portada su pretencios­a frase: “nací para ser presidente”.

Era la esperanza de que pudieran escapar del radicalism­o de Warren y Sanders y de la mediocrida­d de Biden. Una figura fresca frente a tres septuagena­rios que no parecen entender a las actuales generacion­es. Sin embargo, en los debates, cuando tuvo la oportunida­d de contrastar­se con ellos, salió con la tontería de que estaba ahí para escucharlo­s y aprender, tratando de presentars­e como un unificador. Ahí empezó a desinflars­e.

En nada le ayudó renunciar a hacer una campaña profesiona­l y contentars­e con mítines improvisad­os sobre mesas de cafeterías, recorridos en bicicleta y videos de su visita al dentista. Muy a tiempo Obama le advirtió que no iba a llegar a ningún lado si no empezaba a sumar delegados.

Lo peor fue que planteó su campaña como una guerra mística contra Trump, al estilo de El Señor de los Anillos o las hazañas homéricas: ganar o perder todo. Nunca postuló algo realmente diferente a lo que prometen los otros precandida­tos; algo que convencier­a a los demócratas de hacerlo su abanderado. El viernes abandonó la contienda; a nadie le extrañó.

“Lo peor fue que planteó su campaña como una guerra mística contra Trump”

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