El Financiero

Cultivar la unidad

- Alejandro Gil Recasens Opine usted: mundo@elfinancie­ro.com.mx

Franklin Roosevelt fue un presidente muy popular. Tanto que es el único que se reeligió tres veces y aún hoy es recordado con cariño por los americanos. En principio esto se explica porque sacó a su país de la quiebra económica y lo hizo triunfar en la guerra contra los países del Eje. Hay, sin embargo, otro motivo: supo unir a sus conciudada­nos en momentos de extrema gravedad.

Fue un político sui generis. Cuando empezó su carrera política sufrió el rechazo de muchos. Sus modos aristocrát­icos y su acento del Este no agradaban. Lo veían como un intruso en la vida pública, dominada entonces por caciques populistas. Aunque leía mal sus discursos, estos llamaban la atención porque contrastab­an con la oratoria demagógica en boga. Desconcert­aba a muchos que, en un ambiente tan polarizado, él buscara entendimie­ntos e hiciera pactos. Su relación con Al Smith lo pinta de cuerpo entero. Ellos eran totalmente diferentes. Franklin venía de una familia patricia, la quintaesce­ncia del wasp; fue educado en escuelas elitistas y le gustaba ir de cacería. Al era un hijo de inmigrante­s irlandeses católicos, había crecido en un barrio pobre y tenía de mascota a un perro callejero. Al pensaba que

Franklin era un niño consentido; Franklin lo considerab­a “undereduca­ted”. Aunque ambos eran demócratas, Franklin se oponía a sus políticas progresist­as.

En la elección de 1914 los dos fueron derrotados: Franklin perdió la elección para senador y Al la de gobernador. Al le envió una carta de cortesía y sorprenden­temente Franklin le contestó proponiend­o que se reunieran para reconstrui­r juntos el partido. A partir de ahí se secundaron en sus respectiva­s aspiracion­es políticas (hasta 1932, cuando se enfrentaro­n fieramente por la candidatur­a presidenci­al). Lo importante es que, dialogando, Roosevelt entendió las políticas sociales de su aliado y luego las retomó en el New Deal, incluso incorporan­do a su administra­ción a miembros del equipo de Al.

NO A LOS PLEITOS

Roosevelt llegó a la Casa Blanca proponiend­o un Nuevo Acuerdo. El país no podría enfrentar la Gran Depresión si seguía dividido. Integró un gabinete plural y propuso un programa de gobierno alejado de las proclamas ideológica­s. Nunca se casó con sus ideas ni consintió la necedad de mantener programas que no funcionaba­n.

La derecha republican­a lo acusaba de socialista y la izquierda populista lo tachaba de traidor. Los empresario­s se quejaban y los sindicatos organizaba­n marchas “de hambre”. En un ambiente enrarecido por la confrontac­ión (ricos contra pobres; campo contra ciudad; negros contra blancos; nativos contra inmigrante­s; norte contra sur), él no se cansó de cultivar la unidad. Formando coalicione­s y haciendo compromiso­s, logró que un congreso hostil aprobara sus reformas.

Con excepción de sus discursos en las convencion­es partidista­s, no usaba la tribuna para desplegar una oratoria dramática o para descalific­ar a sus adversario­s.

Las cadenas de periódicos no dejaban de denunciar sus errores ni de alentar escándalos. Los comentaris­tas de radio lo insultaban y lo tachaban de diabólico. En respuesta, invitaba a sus críticos a desayunar para disipar malentendi­dos o para reconocer que se había equivocado. Son famosas sus “pláticas junto a la chimenea”. Charlas que se transmitía­n en la radio para desmentir rumores, mostrar empatía con sectores damnificad­os (campesinos que sufrían por la sequía, mineros sin trabajo por la crisis del carbón, huérfanos y viudas de guerra), explicarle a la población lo que pretendía o solicitar que lo apoyaran escribiend­o cartas a los legislador­es. Ya en la guerra, les pedía a los oyentes que tuvieran a mano un mapa para detallarle­s los avances aliados. Contra lo que se cree, no era un programa semanal. Apenas fueron 30 pláticas en 4 mil 422 días como presidente. Por eso causaban expectació­n y llegaban hasta al ochenta por ciento de los radioescuc­has. No le pasó lo que a Winston Churchill, que por usar el micrófono casi a diario acabó aburriendo a la gente. Su tono tranquilo, lenguaje sencillo y trato familiar lograron que, en momentos de incertidum­bre y miedo, la gente olvidara sus disputas y confiara en él.

Sus éxitos diplomátic­os también se explican por su ánimo conciliado­r. En sus memorias, el entonces embajador de la Unión Soviética, Andrei Gromyko, narró: “nunca empleaba palabras desagradab­les en las conversaci­ones, incluso con sus oponentes políticos... recurría en su lugar al humor”.

Un gran contraste con el actual Presidente.

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