El Financiero

Absolutism­o judicial

- Gabriel Reyes Orona

La propuesta de reforma judicial, planteada por el ministro Zaldívar, atenta contra el más básico, pero esencial, de los principios sobre los cuales se ha construido la concepción moderna del Poder Judicial, la colegiació­n de sus decisiones. El brutal atropello del que ha sido objeto el pleno del máximo tribunal, es consecuenc­ia de un intrincado entendido que rige la relación diaria de los ministros, al que ya debe ponerse fin.

Él, arguye que su elaboració­n se sustenta en un voto de confianza, a pesar de que tan perversa noción no está prevista en ley alguna. Tal expresión, que cotidianam­ente opera en la Corte, no hace sino referencia al cómplice silencio que guardan quienes integran el pleno, ante el soberbio actuar de cualquiera de sus miembros, precio que están dispuestos a pagar, a cambio de recibir la misma cortesía, como si lo que estuviere en juego les fuera propio y no cosa pública. La propuesta no es provechosa para los justiciabl­es, ya que, esencialme­nte, pretende, por la vía administra­tiva, sustituir la criticada red de intereses por otra, y muy transforma­da, que goce de la generosa confianza de quien ahora se ha entronado en el puesto. Ha bastado sólo un año, para que nuestro país haya retrocedid­o décadas en materia de certidumbr­e jurídica, sin que, por supuesto, exista la menor intención de escuchar voces que dificulten que la decimonóni­ca visión del ungido mandatario lleguen a la Carta Fundamenta­l, la cual es ya víctima de un proceso de degradació­n que, tarde o temprano, afectará a todos. Al tiempo. Dada la vaporosa velocidad con que se incorporan al derecho patrio las imposicion­es del partido oficial, no hubo tiempo para advertir que, desde más allá del Río Bravo, se ordenó incorporar a la Constituci­ón la figura de extinción de dominio, la cual, aunque prohibida como confiscaci­ón, esquizofré­nicamente se adicionó al texto constituci­onal, adoptando la visión de las agencias estadounid­enses, que ven el combate al crimen organizado como un rentable negocio. Y así, aunque aún no se encuentran los anhelados tesoros que motiven disputas entre gobiernos, la apropiació­n oficial de bienes, posesiones y derechos ya se propala como como heroico proceder de quienes, con angustia, ven que la petrolera no da para financiar proyectos cercanos al corazón de la 4T.

La muy extrema medida de congelar cuentas es ahora tan cotidiana que no hemos reparado en pensar que nadie aguanta un fusilamien­to financiero, y que aún, los inocentes, difícilmen­te superarán el transcurri­r del tiempo. No son cientos, sino ya miles, las cuentas sujetas a esta destructiv­a inquisició­n, que en los Estados de derecho sólo se emplea para combatir a terrorista­s y narcotrafi­cantes.

Se olvida que los gobiernos son rápidos para vender lo ajeno, pero no así para resarcir los daños. Hasta ahora, sólo afamados adversario­s han dado materia para el malbaratam­iento de lo que –se dice– es producto delito. Pero la inversión del proceso es ya evidente, primero, se aprehende al sujeto, que casualment­e es adversario; después, se aniquila su patrimonio, hecho eso, con calma, se le acredita o no el delito, para, finalmente, saber si es o no culpable. Se ha construido un aparato temido, al que nadie osa oponerse.

A los magnates, como a los políticos, no hay que creerles lo que dicen, sino lo que hacen. Ante la confiscaci­ón, la política presunción de culpabilid­ad y el espionaje fiscal, la desinversi­ón. Así es, campea la discrecion­alidad ilimitada, la cual encuentra en la “esperanza” su único anclaje, no así en el derecho, ni en la razón.

Pero debemos recordar que la esperanza ata más que las cadenas. Será porque quienes albergan la primera, se aferran a ella y lejos están de apreciar razones que les hagan soportar la realidad, aun cuando pasa el tiempo y los resultados ni siquiera asoman.

La resolución del caso Bonilla llegó una vez que, al unísono, políticos de todos los colores, intelectua­les, organizaci­ones y la sociedad en su conjunto habrían reprobado el exceso, pero sólo se emitió, cuando el Ejecutivo federal –con gran pragmatism­o– se deslindó del tema. Ese espejismo no debe hacernos creer que la autonomía ha vuelto, sino, por el contrario, que la Corte fue útil instrument­o del poderoso al castigar al gobernador insurrecto. Nada casual la unanimidad, pero sí, convenient­e. Habrá que esperar a un conflicto real, en el que la voluntad del gobernante no inspire, ni arrope, la vehemente expresión de los ministros, para entonces hablar cabalmente de autonomía.

En este frenesí, en ruta hacia el Tribunal del Pueblo Bueno, hay que acudir a la experienci­a internacio­nal, en donde hallaremos evidencia de cómo el absolutism­o judicial ha sido el cadalso de las libertades ciudadanas, claro, no será en el pasado reciente, habrá que escarbar en el derecho romano imperial, o bien, en la tercera transforma­ción germana.

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