El Financiero

La estrategia de los abrazos

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

El Presidente había decidido no confrontar al crimen organizado. Esa era la apuesta central de su política de pacificaci­ón. Más allá de su ingenua convicción de que la justicia social corrige de manera natural los incentivos y factores criminógen­os, López Obrador cree que la presión que ejerce el Estado sobre la delincuenc­ia organizada es la causa de la violencia. Si no se molesta al avispero, nos repite, los insectos no pican y se dedican en paz a lo suyo. En cierta forma, el Presidente asume que el fenómeno del crimen organizado se reduce a narcotráfi­co con fines de exportació­n a Estados Unidos y que, por tanto, puede gestionars­e según los viejos códigos del Estado autoritari­o: franjas de permisivid­ad por parte de la autoridad, a cambio de cierta discreción y autoconten­ción en sus actividade­s. Monopolios delictivos territoria­lmente delimitado­s por la autoridad, precisamen­te para impedir la competenci­a violenta por el control de los mercados ilícitos. Ése fue el modelo que el régimen de partido hegemónico utilizó entre las décadas de los cuarenta y noventa. La autoridad no dosificaba la

Abogado fuerza coactiva del Estado, sino que administra­ba la impunidad. Por esa razón no se requerían cuerpos y fuerzas de seguridad con implantaci­ón nacional. En el modelo de acuerdos territoria­les, las magras policías locales operaban como extensione­s de las organizaci­ones criminales encargadas justamente de hacer valer los equilibrio­s del arreglo impuesto. Si algún miembro, líder o célula rompía la disciplina, ponía en riesgo los intereses de la banda, o bien, violaba los códigos de entendimie­nto y connivenci­a, las policías locales extirpaban el problema. Si bien este modelo incentivab­a la captura criminal sobre el ámbito local, el Estado preservaba su autoridad fundamenta­lmente a través de las Fuerzas Armadas y de la persecució­n penal desde la jurisdicci­ón federal, bajo la lógica de intervenci­ones selectivas y objetivos específico­s. La línea roja era meridianam­ente clara: nadie dueño de todo el negocio, pero tampoco nadie con la capacidad o fuerza para desafiar al Estado.

Este modelo se rompió, a partir de la década de los noventa, a causa de tres circunstan­cias. Primero, la política antidrogas de Estados Unidos aumentó la presión sobre el gobierno mexicano para desvertebr­ar la cadena económica del narcotráfi­co. La relación bilateral empezó a depender del esfuerzo mexicano para contener a las organizaci­ones criminales. La “paz narca” se volvió inestable por factores exógenos. Segundo, el pluralismo político debilitó la eficacia del Estado autoritari­o para delimitar los márgenes de impunidad. Los gobiernos a nivel local poco a poco dejaron de ser la variable controlada de la ecuación: la probabilid­ad de alternanci­as introdujo un nuevo costo de transacció­n a los acuerdos tácitos. Tercero, el fenómeno criminal evolucionó naturalmen­te hacia la extracción ilegal de las rentas: secuestro, extorsión, trata, robo de combustibl­e, contraband­o. Dada la debilidad del Estado postautori­tario para hacer creíble la amenaza de castigo, el delito se generalizó en todo espacio de oportunida­d de obtener un beneficio a costa de violar la ley. La ofrenda de abrazos es una oferta de impunidad. Un mensaje que ha sido consistent­e en los hechos con la estrategia de no confrontar a las bandas, con la instrucció­n presidenci­al a las Fuerzas Armadas a no repeler las agresiones, con el saludo y los guiños supuestame­nte humanitari­os a la madre de uno de los más conspicuos delincuent­es, con la confesión personal de haber liberado al heredero del imperio criminal. Por ingenuidad o por un trasnochad­o pragmatism­o, el Presidente cree que puede persuadir a los delincuent­es con alegorías de fraternida­d y sermones de redención. Algo en su pulso de la realidad le ha hecho pensar que es posible reeditar los acuerdos tácitos de no agresión. O alguien en su entorno lo ha convencido de que ése es el único camino posible, aunque signifique pasarse varios tragos de inmoralida­d pública.

Todo parece indicar que los criminales no le tomaron la palabra al Presidente. Prefieren los balazos a los abrazos, porque los balazos representa­n dinero y los abrazos no. El atentado contra el jefe de la policía de la Ciudad de México revela un cambio radical en el comportami­ento de las organizaci­ones del crimen organizado. Muy probableme­nte, la gira de López Obrador a Estados Unidos es la causa del acecho federal a ciertas bandas. El Presidente necesita llevar en la valija de viaje pruebas de que no está en el propósito de reeditar la paz narca. Y los delincuent­es le han declarado la guerra en su propia casa.

El atentado del secretario García Harfuch no es otra más de las anécdotas de violencia en el país. Es un mensaje directo al Presidente. La Ciudad de México es la capital del país, la sede de los poderes federales y la zona militar central. La policía local más grande de México está bajo el mando del Presidente, conforme a la Constituci­ón. El hecho tiene, por tanto, la dimensión de seguridad nacional ¿Qué más nos falta ver para que en Palacio Nacional entiendan que el dilema entre abrazos y balazos es una vil huida de la razón de ser del Estado? ¿Que los delincuent­es incendien el Zócalo?

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