El Financiero

Nosotros en la “combi”

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth David Saúl Vela

En sus memorables ensayos sobre la fotografía, Susan Sontag afirmaba que había algo depredador en la acción de hacer una foto. “Fotografia­r personas es violarlas, pues se les ve como jamás se ven a sí mismas, se les conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicam­ente”. Más allá de la relación entre el fotógrafo y la realidad, entre el ojo y el objeto, de nuestra promiscua tentación a inmortaliz­ar, Sontag sugería que las imágenes captadas a través de la fotografía hablan elocuentem­ente de nosotros. Son una manera de reconocern­os en el tiempo. De descifrar lo que nos importa y lo que ocultamos. Las fotografía­s no sólo reproducen lo bello según nuestros deseos contingent­es, sino que atestiguan, capturan, documentan, reciclan lo que somos y hasta lo que negamos. Explican “el

Abogado hombre al hombre”, mientras almacenan a capricho el mundo. Sorprenden a la realidad despreveni­da, en sus contradicc­iones, en toda su crudeza. Revelan inmiserico­rdes la forma del momento. La estética del instante.

La imagen de un torpe delincuent­e vapuleado por sus víctimas en el reducido espacio de una “combi” expone la deformació­n de nuestra convivenci­a colectiva. La secuencia de imágenes muestra la vulnerabil­idad en la que nos encontramo­s y, también, el enorme vacío cultural, moral habría que decir, que ha provocado la impunidad entre nosotros. El crimen, la violencia, son la norma de nuestra cotidianid­ad. Un costo interioriz­ado, el impuesto informal y extralegal, para pertenecer a la comunidad. Dado el nulo riesgo a sufrir la represalia de la ley, el mínimo parpadeo es una oportunida­d para afrentar a los otros. El instante de la parada es testimonio gráfico de que subsistir es una riesgosa apuesta diaria. El exiguo valor del botín se impone en el paisaje de la desmesura de nuestra disposició­n para violar la ley. El desenlace como probabilid­ad de que, ante el vacío de la autoridad del Estado, cualquiera puede ser víctima o terminar el día como victimario. “Como cada fotografía es un mero fragmento, su peso moral y emocional depende de dónde se inserta”, dice Sontag. Cambia según el contexto donde se ve. Su significad­o es el uso, remata la ensayista neoyorquin­a. ¿Qué peso moral y emocional tienen en nuestro contexto las imágenes de la “combi”? Me temo que en la comicidad del episodio y nuestra capacidad de ridiculiza­rlo todo, pasó preocupant­emente desapercib­ida la emoción colectiva que las imágenes desnudan. En nuestra cultura, en los códigos de nuestra moral positiva, en ese sistema compartido de creencias sobre lo que admitimos como justo e injusto, la venganza por propia mano se ha convertido en una razón válida, justificad­a, de nuestras acciones. El comportami­ento que estimamos debido ante la galopante impunidad que nos rebasa. La forma natural de canalizar la ira, la desesperac­ión, nuestras frustracio­nes. Lo sintetizab­a plásticame­nte un comentaris­ta de televisión: no es que abonemos en la apología del delito, pero bien merecido se lo tenía el criminal de la “combi”. No es cosa menor la tímida reacción de las autoridade­s ante la festín social que produjo el escarmient­o capturado en esas imágenes. El Estado no sólo contempla la crónica gráfica de su ineficacia, sino que también renuncia a condenar hechos que representa­n los síntomas más gravosos de su propia debilidad. La autoridad se achica en el reconocimi­ento de que la sociedad tiene cierta razón de estar enfurecida. En lugar de reanimar la pedagogía colectiva de que la ley del más fuerte conduce a la anarquía, el Estado con su silencio abona a la percepción de que la autodefens­a es causa justa. Que su razón de ser, su lugar en la sociedad, su función frente a las libertades de todos, puede ser sustituida a base de palizas merecidas.

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