El Financiero

La corrupción como mantra

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

Robert Klitgaard acuñó una fórmula intuitiva para comprender en qué contextos surge y se reproduce la corrupción. En un ensayo publicado a finales de los años ochenta (Controllin­g Corruption, 1988), el profesor de la Universida­d de Harvard afirmaba que la corrupción es igual a monopolios más discrecion­alidad menos rendición de cuentas (C=m+d-a). La corrupción aparece cuando un cierto grupo de personas, generalmen­te la elite que detenta el poder político y económico, puede de iure o de facto concentrar y tomar las decisiones sin la supervisió­n o el control adecuados. Esta fórmula fue particular­mente popular en los procesos de apertura económica y de transición democrátic­a que experiment­aron un buen número de países durante la década de los noventa, especialme­nte en América Latina. La lógica empírica era evidente: los países autoritari­os con economías estatizada­s eran más proclives a la corrupción, a pesar de su eficacia para gestionarl­a u ocultarla. Por el contrario, la dupla democracia y economía de mercado mantiene a raya la corrupción, en la medida

Abogado en la que se cumplan las exigencias internas del modelo: pluralismo, competenci­a, Estado de derecho, equilibrio de poderes, independen­cia judicial, transparen­cia, rendición de cuentas, etcétera. La fórmula Klitgaard no sólo intentaba describir las variables eficientes del fenómeno, sino también la ecuación del combate a la corrupción. Más pluralismo y competenci­a aumenta la probabilid­ad de que el acto corrupto quede expuesto o sea denunciado. Menos discrecion­alidad en la toma de decisiones reduce el espacio de oportunida­d que induce o facilita el intercambi­o de beneficios ilícitos. Controles sociales, políticos y jurídicos fuertes y eficaces sobre la actuación del poder, desde la transparen­cia hasta el castigo electoral y penal, modifican la estructura de incentivos de los sujetos: tienden a aumentar los costos presentes o esperados del acto corrupto.

Andrés Manuel López Obrador ha convertido la corrupción en su mantra personal. Con buen olfato, detectó hace tiempo el enorme descontent­o que se acumulaba crónicamen­te en la sociedad. El proceso de apertura económica y de cambio democrátic­o en México no redujo la corrupción heredada del autoritari­smo como pronostica­ba el libreto de modernizac­ión liberal, sino que derivó en una mezcla de “capitalism­o de compadres” (crony capitalism) con pluralismo clientelar. El dinero extralegal se impuso como el lubricante de la competenci­a política y, por tanto, el poder público terminó por facilitar la búsqueda y captura de rentas. Más allá de los tímidos pasos en transparen­cia y rendición de cuentas de las últimas dos décadas, el pluralismo democrátic­o cedió a la tentación de confundir gobernabil­idad con impunidad: dejar hacer, dejar pasar como regla de coexistenc­ia política. Se rompió entonces el encanto del régimen de la transición. En el espejo de esa creciente frustració­n, los ciudadanos encontraro­n el rostro justiciero de López Obrador.

Pero se impuso la necia realidad. A pesar de que el Presidente insiste en que la corrupción quedó atrás el mismo día en que cruzó la puerta de Palacio Nacional, lo cierto es que nada más ha cambiado de manos. Los escándalos propios se acumulan. El paraíso de la integridad y decencia públicas que López Obrador pinta todos los días en su matutina alocución, no es más que el látigo retórico de un gobierno que usa a la corrupción según sus necesidade­s de legitimaci­ón y movilizaci­ón políticas, hasta el extremo de sugerir que la propia, ahí donde se hace evidente, no es corrupción sino un complot orquestado por las fuerzas obscuras del mal neoliberal o, peor aún, que la corrupción de los inherentem­ente honestos es éticamente legítima. La corrupción podrá ser el mantra lopezobrad­orista, pero no es una política pública. Volvamos a la fórmula de Klitgaard. El poder se ha concentrad­o en las manos del Presidente, resurgen los monopolios públicos y se ha reanimado la intervenci­ón arbitraria del Estado en las relaciones económicas. La administra­ción pública es un monumento a la discrecion­alidad: se desprecia el derecho, se toman decisiones por capricho, se vulneran cotidianam­ente las racionalid­ades y restriccio­nes institucio­nales. El 78% de las compras gubernamen­tales son por adjudicaci­ón directa. El Presidente sólo admite lealtad ciega a sus subordinad­os. El federalism­o es una etiqueta y la descentral­ización una ficción. La hegemonía parlamenta­ria del Presidente ha inhabilita­do las supervisio­nes y controles al poder, especialme­nte porque Morena es todo menos un partido que piense y existe por sí mismo. Las institucio­nes de investigac­ión y procuració­n de justicia se ocupan selectivam­ente del pasado, pero toleran y perdonan a los compañeros de lucha. Ante el poder casi absoluto del Presidente, la discrecion­alidad galopante y el uso políticame­nte faccioso de la rendición de cuentas, a nadie debe extrañar que la corrupción siga a sus anchas en tiempos de la cuatroté. La legitimida­d de origen no es eterna. Debe suplirse con la de ejercicio. La corrupción puede ser el despeñader­o de López Obrador. Por más que repitan el mantra hasta la náusea.

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