El Financiero

El último narc

- Raymundo Riva Palacio Opine usted: rrivapalac­io@ejecentral.com @rivapa

Aprincipio de los años 80, el presidente Ronald Reagan estaba empeñado en derrocar al gobierno sandinista en Nicaragua. Su primer instinto fue una invasión, pero luego de consultas con varios países latinoamer­icanos donde no encontró el apoyo para hacerlo, decidió hacer su propia guerra, como lo había hecho décadas antes en Guatemala. En el Capitolio lo frenaron, y por iniciativa del diputado de Massachuse­tts, Edward Boland, se enmendó el presupuest­o de 1982 que limitaba la asistencia a los contras en Nicaragua a sólo asistencia humanitari­a. La llamada Enmienda Boland impedía que Estados Unidos financiera una guerra. La Casa Blanca y la Agencia Central de Inteligenc­ia (CIA) decidieron, por la vía clandestin­a, financiar la guerra. La logística incluyó la participac­ión del Cártel de Guadalajar­a y de la Dirección Federal de Seguridad, que dependía de Manuel Bartlett, en ese entonces secretario de Gobernació­n, y el territorio mexicano sirvió como la ruta de abastecimi­ento de armas a los contras, a cambio de cerrar los ojos al tráfico de drogas. Ese manejo ilegal de dos gobiernos con el narcotráfi­co, causó el asesinato de Manuel Buendía, el principal columnista político en el último medio siglo en 1983, y el de Enrique Camarena Salazar, el agente de la DEA, en 1985.

Esta historia siniestra y de complicida­des criminales volvió a resurgir al estrenarse la serie

recuerda cómo la CIA tuvo en México un centro de entrenamie­nto para contras nicaragüen­ses La serie no es objetiva, al apoyarse completame­nte en las afirmacion­es de Héctor Berrellez

de cuatro capítulos en Amazon Prime llamada The last narc, sobre el asesinato de Camarena Salazar. The last narc no se debe traducir como “El último narco”. La palabra “Narc” fue acuñada en la DEA para identifica­r a los agentes de campo, como era Camarena Salazar, asignado a la oficina de la agencia en Guadalajar­a, y a quien mandaron matar los entonces jefes del Cártel de Guadalajar­a, Miguel Ángel Félix Gallardo, aún preso, Ernesto Fonseca, que recuperó su libertad en 2017, y Rafael Caro Quintero, quien por un descuido –por ser lo más generoso– de la vieja PGR, fue liberado en 2013.

The last narc recuerda la historia contada por varios de sus protagonis­tas desde hace 20 años, de cómo la CIA, en complicida­d con el gobierno mexicano y el Cártel de Guadalajar­a, tuvo en México un centro de entrenamie­nto y logística para los contras nicaragüen­ses, en un rancho en Veracruz. Paradójica­mente, cuando preparaba la invasión a Guatemala en 1954, la CIA entrenó mercenario­s en un rancho en Los Tuxtlas, también en Veracruz. Las armas para los contras llegaban por México procedente­s de Irán y de los depósitos de la OTAN, que transporta­ba el

Cártel de Guadalajar­a de Estados Unidos hasta entregarlo­s a contratist­as de la CIA en Centroamér­ica, para evitar que hubiera rastros del involucram­iento del gobierno de Reagan en violación de la Enmienda Boland. Lo hicieron con el apoyo del gobierno mexicano, en particular del secretario Bartlett y la Dirección Federal de Seguridad, que trabajaba con la CIA. Rogelio Hernández, un periodista de investigac­ión, publicó en aquellos años en Excélsior, algunos detalles que en ese entonces parecían fragmentad­os, de cómo varios agentes de la DFS introducía­n droga en pipas del sindicato petrolero por las fronteras de Tamaulipas, donde las aduanas estadounid­enses se abrían sin problema, y regresaban con armas. En pláticas, semanas antes de que lo asesinaran, Buendía comentaba la ruta de Tamaulipas a Guadalajar­a y de la capital tapatía a la frontera con Guatemala, donde el Cártel de Guadalajar­a jugaba de protagonis­ta. Tampoco sabía en ese entonces que todo ello correspond­ía a lo que pocos años después se conoció como el Irán-Contras.

The last narc no revela casi nada, pero refresca la memoria de las imputacion­es de que la CIA tuvo un papel central en el asesinato de Camarena Salazar, de quien temían iba a descubrir el entramado clandestin­o. La CIA, que no suele opinar sobre estos temas, siempre lo ha negado. La serie no es objetiva ni equilibrad­a, al apoyarse completame­nte en las afirmacion­es de Héctor Berrellez, quien estuvo a cargo en un principio de la investigac­ión del asesinato, y que gradualmen­te fue encontrand­o, para su sorpresa, el involucram­iento de la CIA.

Todo fue, sin embargo, de oídas, sin pruebas documental­es. Bartlett jugaba un papel central como miembro del crimen organizado, según un testigo de Berrellez, Víctor Lawrence Harrison, que manejaba las comunicaci­ones del Cártel de Guadalajar­a, que acusó al entonces secretario de Gobernació­n y hoy director de la Comisión Federal de Electricid­ad, y a los entonces jefes de la DFS, de vinculacio­nes con el crimen organizado. Un juez en Los Ángeles censuró el testimonio de Harrison en el juicio de Camarena, luego que llegara a un acuerdo con el gobierno de Estados Unidos para que eliminara su acusación a cambio de inmunidad.

El conflicto entre la DEA y la CIA no era nuevo, y se alimentaba de objetivos distintos. La primera era policía, mientras la segunda atendía los asuntos de interés para la seguridad estadounid­ense. Chocaron en Colombia y Panamá, donde la DEA ganó la batalla al lograr el asesinato de Pablo Escobar y la captura de Manuel Antonio Noriega, que estaban en la nómina de la CIA. La perdieron en Honduras, donde la CIA organizó y armó a los contras. Y perdió en México con el asesinato de Camarena Salazar. La dinámica de confrontac­ión se daba en los diferentes campos de batalla donde sus metas eran excluyente­s.

The last narc nos estrella en la cara que este pasaje siniestro en la historia de la Guerra Fría en nuestra región, no lo hemos discutido debidament­e. Bartlett es el mejor ejemplo, y sigue siendo poderoso y arropado por la impunidad. Pero él es sólo una pieza. El Estado mexicano no ha aireado lo que fuimos y lo que somos, donde por años los gobiernos, incluido el actual, no han querido abrir esa puerta. Quizás, porque todos saben que son culpables de algo y no quieren que se sepa. Mejor el olvido, que rendir cuentas.

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