El Financiero

Tecnopolít­ica

- Alejandro Gil Recasens Opine usted: mundo@elfinancie­ro.com.mx

La política incorpora crecientem­ente tecnología y Estados Unidos es el mejor (o peor) ejemplo de ello. Los que han ganado la presidenci­a en este siglo lo lograron, en gran parte, manteniend­o una superiorid­ad sobre su contrincan­te en esa materia.

En la elección del 2000, los sitios web de George W. Bush y Al Gore eran difíciles de navegar, no proporcion­aban informació­n consistent­e ni ligas para ampliarla; carecían de elementos interactiv­os o acceso a audios y videos. Eso sí, el de Al Gore tenía un diseño moderno que le gustó a los jóvenes.

En 2004, Bush aprovechó mejor que John Kerry los sitios noticiosos en Yahoo, AOL y Salon. Aunque sus publicacio­nes siguieron fuertement­e orientadas al texto, apareciero­n los primeros mapas interactiv­os.

Para 2008, los blogs y las redes sociales (Myspace, Facebook, Meetup, Flickr) fueron los formatos de moda. El gran éxito de Barack Obama sobre John McCain fue que alcanzó a tener 100,000 seguidores. La novedad fue YouTube, que permitió difundir videos más largos que los spots convencion­ales.

En 2012, Obama superó ampliament­e a Mitt Romney en el número de cuentas en las plataforma­s sociales, en el uso de Twitter y en la capacidad de adaptar noticias de la campaña a los intereses del público, ofreciendo 18 grupos diferentes, para personaliz­ar sus interaccio­nes digitales. Cada publicació­n incluía un llamado a la acción: compartir algo, inscribirs­e en un grupo o hacer un donativo. En comparació­n, el único retuit de Romney se lo dio su hijo. Hace cuatro años, Donald Trump se volvió el amo de Twitter y Facebook.

Perfeccion­ó la táctica de enviar a sus lectores a fuentes externas para corroborar el mensaje. En cambio, Hillary Clinton lo aventajó al incluir posts en español e infografía­s y, sobre todo, al producir videos de alta calidad, insertando cinco cada día.

PERDIDOS EN EL CIBERESPAC­IO

La pandemia está produciend­o un cambio radical en la forma de obtener el voto ciudadano. Imposible hacer grandes mítines o pequeñas reuniones (“town house”). Los candidatos no pueden meterse a la taberna del pueblo a tomarse una cerveza con los parroquian­os. Mucho menos darle la mano a todos o cargar bebés. Sus simpatizan­tes están impedidos de andar tocando puertas los sábados por la mañana, de pegarle calcomanía­s a la defensa trasera de los coches o de aparecer en consejos escolares o campos deportivos. Ahora la campaña se desarrolla en medios digitales: grupos de WhatsApp, hashtags en Twitter, chats de mensajes directos en Instagram o en Snapchat, memes en TikTok, fotos en Pinterest y eventos digitales. La audiencia de cada plataforma es diferente y por eso la producción de mensajes se descentral­izó, dejándola casi por completo a los activistas, que trabajan en casa, pegados al teléfono o a la computador­a y que no se conocen personalme­nte entre sí.

Es una situación que favorece a Trump, hábil manipulado­r de las redes sociales. Desde antes que iniciara la pandemia, había montado la operación “Death Star” para llegar a los indecisos, que van a definir quién será el presidente los siguientes cuatro años. A pesar de que Facebook y Twitter prohibiero­n la publicidad política y han censurado mensajes de odio y francas mentiras, Trump está gastando en servicios en línea el triple que Biden. Tiene once veces más seguidores en Twitter, cuatro veces más suscritore­s en sus canales de YouTube y ocho veces más interaccio­nes en Facebook. Por cada camiseta o gorra que vende su rival, él despacha diez.

Sus trolls están desatados. Redirigen la página de Biden a las de grupos violentos (como Antifa) para insinuar que los acepta. Editan videos para distorsion­ar lo que dice su contrincan­te. Por ejemplo, afirmó “Trump alega que no estarán seguros si gana Biden...” y aparecen sólo las seis palabras finales. En otro contesta “Si, por supuesto” cuando le preguntan si estaría dispuesto a reducir el gasto, pero le añadieron “en la policía”, para hacerlo ver como despreocup­ado por la seguridad pública. Lamentable­mente, el fomento del enojo y la indignació­n, las teorías conspirati­vas y los insultos caracterís­ticos de Trump son muy populares. Ha reclutado casi dos millones de voluntario­s. No es que Biden desprecie a las redes sociales: contrató a los mejores expertos de Silicon Valley y tiene de su lado a grandes influencer­s. Su problema es que no se atreve, por ejemplo, a enviar un tuit con puras mayúsculas.

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