El Financiero

La Corte Zaldívar y la jugada maestra

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

La decisión de la Corte Zaldívar sobre la constituci­onalidad de la consulta popular solicitada por el Presidente de la República en relación con la responsabi­lidad de los expresiden­tes, a falta de razones internas basadas en la Constituci­ón, se ha intentado legitimar como una astuta jugada de alta política.

La historia va más o menos así: para evitar un choque de trenes entre el Poder Ejecutivo y la Judicatura y, más aún, para supuestame­nte salvar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación de un golpe de “legitimida­d popular” que facilite su desmantela­miento a través de una reforma o de un zarpazo desde la posición hipermayor­itaria del régimen, la mayoría de los ministros ideó una solución salomónica que le concede al Presidente el capricho de la consulta, pero que desactiva el riesgo plebiscita­rio contra la vigencia de la Constituci­ón con una pregunta insípida, indolora e incolora. La Suprema Corte debe hacer un control previo de constituci­onalidad de la materia de la

Abogado consulta popular, como condición de posibilida­d para que el Congreso discuta y determine los términos de la convocator­ia. Éste es quizá el único supuesto en que el Tribunal Constituci­onal mexicano se pronuncia sobre la regularida­d constituci­onal de un acto como parte del procedimie­nto de su creación. En términos de la ley vigente (por cierto, no armonizada aún con la reforma de 2019 en materia de consultas y revocación de mandato), si la Corte valida la cuestión desde el punto de vista de las limitacion­es materiales a lo consultabl­e, debe analizar la pregunta planteada para “realizar las modificaci­ones conducente­s (…) a fin de garantizar que la misma sea congruente con la materia de la consulta” y, además, para verificar que cumpla con los requisitos de objetivida­d, neutralida­d, claridad y contradicc­ión. Es un control proactivo previsto para resguardar no sólo la supremacía de la Constituci­ón, sino también para garantizar la imparciali­dad del ejercicio de democracia participat­iva.

Pues bien, la “jugada maestra” que la mayoría de la Corte Zaldívar encontró supuestame­nte para amarrar al tigre, fue falsear la constituci­onalidad de la materia para así quedar habilitada a reformular la pregunta, hasta el extremo de que ni siquiera se reconoce frente al texto original que propuso el Presidente, mucho menos con las razones que expresamen­te aportó para fundar y motivar su impulso plebiscita­rio. El Presidente tiene su consulta, pero nada relevante deriva de ella (con todo y la friolera de 8 mil millones de pesos para organizarl­a). Eso sí, el Presidente, como ya anticipó, usará sus poderes comunicaci­onales para reagrupar a sus bases electorale­s y para direcciona­r la discusión pública durante el proceso electoral de 2021, so pretexto de aclarar lo que la Corte quiso decir. Y, lo más relevante: el previsible triunfo del “sí” será políticame­nte utilizado como un refrendo a la gestión del Presidente.

En la ponderació­n de política judicial (sic), la Corte Zaldívar debió tomarse en serio a la Constituci­ón y, en particular, su responsabi­lidad como contrapeso contramayo­ritario. Su función no es sintonizar con el arrojo transforma­dor del Presidente o facilitar que efectivame­nte ocurran las cosas que se propone. Su responsabi­lidad es cuidar los límites que la Constituci­ón impone al poder público, empezando por las mayorías que se agregan en la representa­ción o directamen­te en las urnas, no hacer política con el Presidente o por el Presidente. En lugar de trivializa­r y desnatural­izar el último recurso para corregir a la democracia representa­tiva desde la reserva final de soberanía popular, debió honrar las cautelas que el Estado constituci­onal anticipa frente a las seduccione­s del populismo autoritari­o.

En su cálculo de política judicial (o de política electoral o de política a secas), la Corte Zaldívar olvidó que su independen­cia es una predisposi­ción personal, colegiada e institucio­nal para resistir a las presiones del poder. Que las cortes supremas predican con el ejemplo y con sus precedente­s, no con lecciones de política o de arte de la guerra. Todo poder o toda dignidad cedida es irrecupera­ble. Por eso no debemos celebrar esa audacia cortesana, sino lamentarla. Porque, como decía Hamilton en las últimas entregas de los famosos textos federalist­as, la Judicatura, como el poder más débil de los tres, requiere un grado inusual de fortaleza “para cumplir con su deber como guardianes de la Constituci­ón, cuando los ataques (…) contra ella han sido instigados por la voz principal de la comunidad”.

La Corte debió tomarse en serio a la Constituci­ón y, en particular, su contrapeso

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