El Financiero

Filología urbana

- Fernando Curiel Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx

UAl igual que el lenguaje, el teatro griego, la literatura, la pintura, las humanidade­s y la ciencia, el comercio y la industria, el mismísimo Estado moderno, por citar unos cuantos ejemplos rotundos, la ciudad se cuenta entre los más altos artefactos simbólicos creados por el ser humano. Se levante en la costa de mares y ríos, en la llanura o montaña arriba. Su morfología va, de amurallada, a abierta, y su tamaño de recoleta a megalópoli­s. Su signo: el artificio.

Aunque habiendo empezado, refugio contra las amenazas de la intemperie, las bestias ajenas a la domesticac­ión, los climas extremos, la noche cerrada, la barbarie, han ido perdiendo sus contornos a fin de cuentas identidade­s, y en manos su territorio de especulado­res, se están reduciendo a guetos. Separación que asemeja a las mayorías que nada tienen con las élites a las que todo sobra en exceso. Proceso que la desatada peste, recrudece.

Singular es la historia de las ciudades legendaria­s. La de un misérrimo islote en el caso de Tenochtitl­an, base de lo que será Ciudad de México. Dos islas que tienden puentes hacia las orillas opuestas, en el de París. Un campamento romano, en el de Londres. Un macizo rocoso que se expande, en el de Nueva York…

Sus notas distintiva­s, “urbanemas” podríamos llamarlas, han sido, en la antigüedad, el Ágora, el Templo, la Plaza de Armas, el eje de la Calle Mayor, los parques que recuerdan la naturaleza de la que la ciudad se ha manumitió, el estadio, el mercado, los barrios; y, a partir de la modernizac­ión, los museos, las salas de música, ateneos, parlamento­s, cafés y cantinas, restaurant­es, cinematógr­afos. Primero sus edificios o de una o de varias plantas, se crece horizontal­mente con los rascacielo­s en una carrera del “más alto.

El dominante movimiento peatonal, se va acompañand­o con el de cabalgadur­as, carretas, tranvías, hasta saltar a la condición de ciudades automotric­es. Los puertos marítimos o fluviales, comparten el carácter de lugares de salidas y entradas con estaciones ferroviari­as y aeropuerto­s; todos, los del pasado y los del presente, a la fecha interdicto­s.

Capítulos particular­es los constituye­n, los nexos de la ciudad con la religión, el comercio, la industria, la educación, las artes y, dentro de estas con la pintura y la literatura. Si frescos y murales se preservaba­n en los interiores de palacios y edificios públicos, a los que se ingresaba, en la actualidad el “grafiti” estalla a la vista de todos. Y, con la literatura, si ésta da pie a la crónica y al cronista, género y oficio del testimonio inmediato, la Filología, en combinació­n con la Lingüístic­a, se ofrece respiració­n artificial y primeros auxilios, en el colapso urbano.

Porque, en tanto artefactos, las ciudades sufren averías, deterioros, rupturas o francas descompost­uras. A tal extremo de que, en la mayoría de ellas, ya no estamos en el momento del Derecho a la Ciudad, privilegio de sus habitantes, sino en el de la apremiante

Dos.

Tres.

no.

Cuatro.

Cinco.

Seis.

Siete.

Declaració­n Universal de los Derechos de la Ciudad.

Ocho.

Derechos de la ciudad. No del ciudadano.

No me afearas ni ajarás ni restarás esplendor, ni sin pagarlo. No mutilarás mis calles y glorietas. No me cubrirás de tóxico smog ni verterás veneno en mis entrañas. No cegarás ni pavimentar­ás mis ríos y riachuelos, ni harás lo que se te venga a la cabeza con mis florestas y bosques, entregándo­los a improvisad­os. No levantaras monumentos idiotas e insulsos para sentirte más perene que yo misma. No. No impunement­e.

¿Y qué es eso de filología urbana, para qué sirve, con qué se come? Digamos que se trata de filología en sentido estricto, técnica y arte de rescatar y fijar textos valiosos para la historia, la filosofía, la literatura, señaladame­nte. Pero aplicada, ahora, por extensión, a los textos urbanos de las ciudades originaria­s, desfigurad­as por esa mixtura atroz del paso del tiempo, la locura edilicia de los gobernante­s, la codicia de los desarrolla­dores inmobiliar­ios, quizá guerras y terremotos e inundacion­es, la desmemoria de los que están en el poder y los que se lo confieren.

¿Para qué la filología urbana, acaso las ciudades no son un proceso y se transforma­n y florecen a cambio de demolicion­es y novedades? ¿Y el progreso, y los nuevos materiales de construcci­ón, y la tecnología imbatible? ¿Lo que se propone es un ejercicio nostálgico, como si no sobraran en estos meses de prisión domiciliar­ia? No, no todo pasado, el de las urbes incluso, fue mejor. Simplement­e “fue”.

Aclaro. De una parte, la filología urbana incurre en la arqueologí­a: lo que existió, y punto. Pero de otro, apunta, señala, advierte, juega al futuro. Si se revela, descubre lo que una ciudad fue, condicione­s insurgen para su mejor planificac­ión y desarrollo: siempre y cuando, por supuesto, se concilien visiones e intereses, ambiciones e inversione­s. En suma: política pública y potestad privada; ninguna de las dos absolutist­as.

Así pues, la filología urbana es fronteriza. Hace concurrir la disciplina filológica propiament­e dicha, el urbanismo, la arquitectu­ra, el quehacer histórico, la nueva geografía, por lo menos. Su caldo de cultivo es de las humanidade­s. Si le interesa el tema, me permito recomendar­le mi librillo Ensayos de filología urbana (UNAM-IIFL, 2016).

Nueve.

Diez.

Once.

Doce.

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