Filología urbana
UAl igual que el lenguaje, el teatro griego, la literatura, la pintura, las humanidades y la ciencia, el comercio y la industria, el mismísimo Estado moderno, por citar unos cuantos ejemplos rotundos, la ciudad se cuenta entre los más altos artefactos simbólicos creados por el ser humano. Se levante en la costa de mares y ríos, en la llanura o montaña arriba. Su morfología va, de amurallada, a abierta, y su tamaño de recoleta a megalópolis. Su signo: el artificio.
Aunque habiendo empezado, refugio contra las amenazas de la intemperie, las bestias ajenas a la domesticación, los climas extremos, la noche cerrada, la barbarie, han ido perdiendo sus contornos a fin de cuentas identidades, y en manos su territorio de especuladores, se están reduciendo a guetos. Separación que asemeja a las mayorías que nada tienen con las élites a las que todo sobra en exceso. Proceso que la desatada peste, recrudece.
Singular es la historia de las ciudades legendarias. La de un misérrimo islote en el caso de Tenochtitlan, base de lo que será Ciudad de México. Dos islas que tienden puentes hacia las orillas opuestas, en el de París. Un campamento romano, en el de Londres. Un macizo rocoso que se expande, en el de Nueva York…
Sus notas distintivas, “urbanemas” podríamos llamarlas, han sido, en la antigüedad, el Ágora, el Templo, la Plaza de Armas, el eje de la Calle Mayor, los parques que recuerdan la naturaleza de la que la ciudad se ha manumitió, el estadio, el mercado, los barrios; y, a partir de la modernización, los museos, las salas de música, ateneos, parlamentos, cafés y cantinas, restaurantes, cinematógrafos. Primero sus edificios o de una o de varias plantas, se crece horizontalmente con los rascacielos en una carrera del “más alto.
El dominante movimiento peatonal, se va acompañando con el de cabalgaduras, carretas, tranvías, hasta saltar a la condición de ciudades automotrices. Los puertos marítimos o fluviales, comparten el carácter de lugares de salidas y entradas con estaciones ferroviarias y aeropuertos; todos, los del pasado y los del presente, a la fecha interdictos.
Capítulos particulares los constituyen, los nexos de la ciudad con la religión, el comercio, la industria, la educación, las artes y, dentro de estas con la pintura y la literatura. Si frescos y murales se preservaban en los interiores de palacios y edificios públicos, a los que se ingresaba, en la actualidad el “grafiti” estalla a la vista de todos. Y, con la literatura, si ésta da pie a la crónica y al cronista, género y oficio del testimonio inmediato, la Filología, en combinación con la Lingüística, se ofrece respiración artificial y primeros auxilios, en el colapso urbano.
Porque, en tanto artefactos, las ciudades sufren averías, deterioros, rupturas o francas descomposturas. A tal extremo de que, en la mayoría de ellas, ya no estamos en el momento del Derecho a la Ciudad, privilegio de sus habitantes, sino en el de la apremiante
Dos.
Tres.
no.
Cuatro.
Cinco.
Seis.
Siete.
Declaración Universal de los Derechos de la Ciudad.
Ocho.
Derechos de la ciudad. No del ciudadano.
No me afearas ni ajarás ni restarás esplendor, ni sin pagarlo. No mutilarás mis calles y glorietas. No me cubrirás de tóxico smog ni verterás veneno en mis entrañas. No cegarás ni pavimentarás mis ríos y riachuelos, ni harás lo que se te venga a la cabeza con mis florestas y bosques, entregándolos a improvisados. No levantaras monumentos idiotas e insulsos para sentirte más perene que yo misma. No. No impunemente.
¿Y qué es eso de filología urbana, para qué sirve, con qué se come? Digamos que se trata de filología en sentido estricto, técnica y arte de rescatar y fijar textos valiosos para la historia, la filosofía, la literatura, señaladamente. Pero aplicada, ahora, por extensión, a los textos urbanos de las ciudades originarias, desfiguradas por esa mixtura atroz del paso del tiempo, la locura edilicia de los gobernantes, la codicia de los desarrolladores inmobiliarios, quizá guerras y terremotos e inundaciones, la desmemoria de los que están en el poder y los que se lo confieren.
¿Para qué la filología urbana, acaso las ciudades no son un proceso y se transforman y florecen a cambio de demoliciones y novedades? ¿Y el progreso, y los nuevos materiales de construcción, y la tecnología imbatible? ¿Lo que se propone es un ejercicio nostálgico, como si no sobraran en estos meses de prisión domiciliaria? No, no todo pasado, el de las urbes incluso, fue mejor. Simplemente “fue”.
Aclaro. De una parte, la filología urbana incurre en la arqueología: lo que existió, y punto. Pero de otro, apunta, señala, advierte, juega al futuro. Si se revela, descubre lo que una ciudad fue, condiciones insurgen para su mejor planificación y desarrollo: siempre y cuando, por supuesto, se concilien visiones e intereses, ambiciones e inversiones. En suma: política pública y potestad privada; ninguna de las dos absolutistas.
Así pues, la filología urbana es fronteriza. Hace concurrir la disciplina filológica propiamente dicha, el urbanismo, la arquitectura, el quehacer histórico, la nueva geografía, por lo menos. Su caldo de cultivo es de las humanidades. Si le interesa el tema, me permito recomendarle mi librillo Ensayos de filología urbana (UNAM-IIFL, 2016).
Nueve.
Diez.
Once.
Doce.