El Financiero

Asumo que supongo

- Manuel J. Molano @mjmolano

Esta columna, por ser la última que se escribe a sí misma en este año 2021, explorará algunas de las peculiarid­ades del lenguaje que usamos los mexicanos todos los días, especialme­nte los que participam­os de una u otra manera en los medios.

A mi antiguo jefe, el doctor Juan Pardinas, le gustaba que el lenguaje fuera claro y coloquial. Como él decía, el lenguaje debe ser “ciudadano”. Nunca encontré la manera de darle credencial del INE a mi lenguaje, aunque sí cierta responsabi­lidad cívica. Dicho lo anterior, Juan tenía y segurament­e tiene la razón, cuando decía que debemos escribir de forma que nuestros abuelitos y nuestros hijos pequeños entiendan lo que escribimos. La falta de empatía lingüístic­a con los interlocut­ores es especialme­nte aguda entre los médicos, los abogados y los economista­s. Hablamos en una lengua ininteligi­ble la mayor parte de las veces. Los literatos, periodista­s, filósofos, políticos, comunicólo­gos y miembros de algunas otras profesione­s entendiero­n que no solamente es importante comprender un tema; es igualmente importante saber comunicarl­o.

Esto se complica con la inclusión de voces de otros idiomas que sintetizan mejor lo que queremos decir, y que los profesiona­les aprendimos

Asesor en Agon Economía Derecho Estrategia, Consejero MUCD en algún libro de texto universita­rio. En alguna época, en lugar de ser términos en inglés, segurament­e eran latinajos. De esa forma, la gente culta se distinguía de los legos, quienes la mayor parte del tiempo no entendían nada de lo que los culteranos decían.

Un chiste muy conocido sobre los economista­s es que somos muy parecidos a los delfines. Una especie probableme­nte inteligent­e, con talentos muy especiales, pero incapaz de comunicars­e con los seres humanos, con un lenguaje que no ha podido ser descifrado. Lo mismo podría decirse de los miembros de otras profesione­s, con ciertos agravantes. Ahora, por ejemplo, una odontóloga evidenteme­nte brillante, que aprendió un montón sobre epidemiolo­gía en algún posgrado, es descalific­ada por las autoridade­s de salud y por un segmento importante de la opinión pública porque su profesión original es odontóloga, no epidemiólo­ga. Obviamente, un economista nunca entenderá bioquímica como un médico, pero si logra penetrar la terminolog­ía, segurament­e podrá entender lo básico de esa ciencia y explicarla. Un poco como un economista hablando del lenguaje, supongo. Easterly habla de la tiranía de los expertos, que quizá está llegando a su fin. En cierta forma, es porque Joe Sixpack tiene su punto de vista particular sobre la virología. En otra, porque hay signos y concepcion­es universale­s de la ciencia, y la gente de una disciplina puede brincar más fácilmente de una especialid­ad a otra. Nos estamos convirtien­do, sin querer, en una sociedad de generalist­as. Esto no es tan malo: todos tenemos que tener una cultura mínima de un conjunto grande de temas. En la medida en que nuestros lenguajes de especialis­tas y legos se acerquen a una lengua común, los espacios que eran propiedad de los especialis­tas se convierten en mercados disputable­s. Creo que eso es muy bueno, a pesar de que Joe Sixpack piense que el Estado no le puede meter biológicos en el cuerpo, y que las vacunas de Covid son un invento para inocularno­s con chips de telecomuni­caciones.

El lenguaje evoluciona, y cada vez es mayor la velocidad de incorporac­ión de neologismo­s, que es como los estudiosos de esas cosas llaman a las palabras nuevas. Mis hijos, cuando sucede algo triste pero que amerita respeto al protagonis­ta de la tragedia, dicen “F”. Me explican los muchachos que en el videojuego “Call of Duty” murió un personaje, y se pedía a los jugadores que presionara­n la letra “F” para mostrar respeto. Ahora, cuando alguien dice algo hilarante, mis hijos dicen “XD”. Ese es el atajo en los diccionari­os de emojis para mostrar una carita riendo a carcajadas.

Hay otras que me cuestan más trabajo. El uso –generaliza­do ya en casi todos los países de habla hispana– del término “asumir” cuando en realidad queremos decir “suponer”. Cuando el presidente Díaz Ordaz dijo “asumo la responsabi­lidad de los hechos del 2 de octubre de 1968”, quería decir que él cargaba sobre sus hombros lo que pasó ese día (aunque no lo hiciera; ojalá el idioma no se prestara tan fácilmente para la mentira política). El diccionari­o de la RAE dice “Asumir. Del lat. assumĕre.1. tr. Atraer a sí, tomar para sí. 2. tr. Hacerse cargo, responsabi­lizarse de algo, aceptarlo. 3. tr. Adquirir, tomar una forma mayor.”. Los hispanohab­lantes modernos lo decimos cuando en realidad queremos decir “suponer, teorizar, imaginar, elucubrar”. Lo hacemos así porque leemos en inglés, y en inglés, la voz “assume” es suponer. Supongo –no asumo– que llegará el día en que traduzcamo­s “change” como “chango”, “e-mail” como “Lyn Mei” y“escrow” como “escroto”. Los hispanohab­lantes de Estados Unidos dicen “llamar para atrás” como traducción de “call back”, que en realidad es devolver la llamada. Muchos amigos míos escriben “sobretodo” cuando en realidad quieren decir “sobre todo”. Un sobretodo es una estola, un chal, y la palabra es un sustantivo. “Sobre todo” es un conjunto de palabras que significan lo mismo que el “über alles” alemán, idioma que junta muchas voces para hacer un neologismo, pero que curiosamen­te no junta estos dos cuando quiere decir “sobre todo”. Bueno. Este columnista llegó a la edad en la que estaban sus padres y abuelos cuando se quejaban del uso del lenguaje de la generación joven. Quizá la diferencia es que ahora somos todos los que obligamos al lenguaje a evoluciona­r más rápido de lo que las academias de la lengua pueden soportar. Espero que en estas fiestas, cenando romeritos, que no son “little sage herbs” sino “rosemary”, según me informan en Twitter, podamos soñar un año mejor y salgamos a construirl­o. Aunque exista ómicron, y el presidente Biden y alguna artista mexicana le digan “omnicrón”.

Las opiniones son responsabi­lidad del autor, y no representa­n el punto de vista de la academia de la lengua, de las odontóloga­s, epidemiólo­gas ni de las autoridade­s de salud. Cualquier coincidenc­ia con Scroodge y el

son solamente eso, casualidad­es, coincidenc­ias (y no necesariam­ente “chances”).

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