El Financiero

Agoniza el “Benito Juárez”

- Omar Cepeda Periodista mexicano especializ­ado en asuntos internacio­nales @Omarcepeda­castr

El Aeropuerto Internacio­nal de la Ciudad de México, Benito Juárez, vive sus horas más bajas, simplement­e no despega. Fallas y en mal estado por todos lados. Es una vergüenza que el principal puerto aéreo del país esté encaminado a la desgracia para impulsar a otro, el Felipe Ángeles, que aún está incompleto. ¿Por qué no impulsar ambos y llevarlos a las grandes ligas de forma paralela? En el mundo, todo aeropuerto es un símbolo que refleja la grandeza, modernidad y desarrollo de un país.

No se entiende que el gobierno federal, después de distribuir dinero a diestra y siniestra en obras de gran envergadur­a, no utilice parte también para reforzar infraestru­ctura y logística de una realidad ya en funciones, que significa la movilidad de millones de personas diariament­e.

Para muestra, un botón: en la mañanera del lunes el presidente criticó a quienes llamaron “socavón” al bache que se formó en una de las pistas de aterrizaje. Cual si fuera una calle de la Zona Rosa, es increíble que el principal aeropuerto de México no invierta en mantenimie­nto preventivo en esas zonas de máxima atención, y sea Tlaloc quien desgracie la vida de cientos de viajeros por la ceguera y politiquer­ía de nuestros gobernante­s. Lamentable­mente el domingo pasado, como miles de usuarios que pretendían llegar a tiempo a la Ciudad de México, desde distintas partes del país y del mundo (incluido el presidente de México), mi vuelo se vio afectado por demora. A diario, es un volado saber si se saldrá o si llegará a tiempo en el AICM. Porque con bache o sin bache da igual, los nervios de los usuarios penden de un hilo ante la constante incertidum­bre de si se perderá un vuelo, la conexión o, peor aún, si ya en el cielo se decide enviarte a otro aeropuerto distinto al selecciona­do. Asistí a una boda en Puerto Morelos, de un primo queridísim­o que voló desde Alemania. Él, al llegar al aeropuerto de Cancún fue víctima de un fraude en la renta de autos; a otra prima que voló desde la Ciudad de México le cambiaron su vuelo original dos días después, por lo que tuvo que arreglárse­las para “sufrir” otro par de noches en Playa del Carmen.

Entre los diversos servicios que ofrecen los aeropuerto­s todo es un caos, se vive una especie de tianguis callejero para ver quién saca más dinero a los turistas. Los viajeros nos hemos acostumbra­do a la certeza de que algo malo sucederá en cualquier momento: fraudes, demoras, cancelacio­nes, pérdida o apertura de maletas, etc… estrés sobre estrés. Antes, viajar en avión era todo un signo de distinción. Uno, en lugar de querer llegar a su destino, anhelaba seguir horas y horas volando entre los asientos reclinable­s y mesitas que se desprenden para comer algo, o sentir el microcosmo cosmopolit­a de los aeropuerto­s. Ahora es todo lo contrario, en un viaje, llegar al aeropuerto, subir al avión, estar en él, es todo un sufrimient­o. El caso es que mi vuelo estaba programado a las 22:35 horas de Cancún a la CDMX. Planeé llegar a una hora nocturna digna para tener una noche reparadora de sueño, aunque breve. Planeaba iniciar la semana, como un pez ágil de ciudad. Pero de repente recibo un mail de Volaris, a punto de llegar al aeropuerto, para decirme que mi vuelo estaba demorado.

En efecto, al llegar al aeropuerto de Cancún ya se reflejaba en las pantallas que cuelgan de los techos y que son como “Santos”, siempre suplicando que aparezca el “a tiempo”, el retraso de más de dos horas de mi vuelo. Todo mi plan de dormir unas buenas 5 horas se vino abajo. Mi hija y pareja, me agarraron de almohada y desde las incomodísi­mas butacas las tenía a ambas sobre mí, pensando cada vez más en todo lo que faltaba para llegar, finalmente, bajo mis sábanas. Hasta las cuatro y media de la mañana tuve el gusto de llegar a mi departamen­to. ¡Ah!, porque cuando aterrizamo­s no había lugar para que el avión se estacionar­a. Esperamos otros tantos impaciente­s minutos. Después un camioncito nos hizo recorrer, ya muy entrada la madrugada todo el aeropuerto entre decenas de aviones que también dormitaban.

Todo por un bache. Qué daba igual si fuera bache o socavón, la falta de mantenimie­nto generó ese hoyo que desquició la vida a miles por un servicio caro y de pesadilla, porque eso sí, no hubo reembolso, ni bono, ni nada, y el TUA se sigue cobrando intacto y religiosam­ente.

Antes, en el vuelo de ida, de México a Cancún, también se vivieron esas patéticas inconvenie­ncias. Por ejemplo, hubo una hora de retraso, aunque eso ya no se toma en cuenta como demora. Y es que ya es normal que se retrasen “algo” los vuelos. Si no son más de 50 minutos, aún se está “on time”. De repente, a punto de meter nuestras “maletas de mano” por las bandas de rayos X, entre tumultos formados, una de esas bandas dejó de funcionar, y galopando, quienes tuvieron la mala suerte se replegaron como imanes a los afortunado­s que estábamos en las bandas que sí funcionaba­n; más caos sobre el caos. Lamentable­mente esos hechos que reflejan mi desvelada experienci­a entre dos aeropuerto­s de México no son nuevos, ni para mí ni para los millones de usuarios que a diario salen o entran al Aeropuerto Internacio­nal Benito Juárez. Un lugar al que se le da respiració­n de boca a boca para mantenerlo sobrevivie­ndo con la excusa de que otro se ocupe.

Si el objetivo del gobierno federal es acostumbra­rnos a una austeridad que signifique malos servicios, pues están cometiendo un error garrafal, ya que la eficiencia debe ser sinónimo de un gobierno que sabe hacer las cosas, que sabe resolver problemas y ofrecer los mejores servicios a una ciudadanía que no quiere lujos, pero sí resultados, y que en este caso, nuestros desplazami­entos por negocios, placer, sentimenta­les, académicos, salud, trabajo, etc. signifique­n decoro.

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