El Financiero

No es soberanía nacional, es soberbia personal

- Sergio Negrete Cárdenas Opine usted: snegcar@iteso.mx @econokafka

AMéxico lo encabeza una especie de Luis XIV. A diferencia del Rey Sol, Andrés Manuel López Obrador no es un monarca absoluto, pero así se comporta. El tabasqueño ha conducido su vida violando leyes impunement­e. Es un mesiánico que se siente superior a un Estado de Derecho porque, en efecto, así se ha posicionad­o en numerosas ocasiones. Fuese tomando pozos o calles, haciendo marchas o proclamánd­ose “Presidente Legítimo”, doblegó gobiernos a placer, de Zedillo a Peña Nieto.

Por eso no le importa que su propia firma esté estampada en el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Con la misma desfachate­z puso su mano sobre la Constituci­ón y juró cumplirla con las leyes que de ella emanan. Es el mismo personaje que proclamó hace no mucho “no me vengan a mi de que la ley es la ley” o el que ha dicho numerosas veces que la justicia está por encima de esta. ¿Quién define lo que es justo? El pueblo. ¿Y quién representa, habla y actúa por el pueblo?

El tabasqueño decidió que debe discrimina­rse a empresas privadas, nacionales y extranjera­s, para favorecer a Pemex y a la Comisión Federal de Electricid­ad.

Considera que es el mejor camino para el desarrollo nacional. No importa si son ineficient­es, corruptas o pierden dinero a carretadas, son empresas del Estado mexicano, y este debe velar por sus propias empresas, no por intereses que (a sus ojos) representa­n a voraces capitales privados. El estatismo ramplón setentero de regreso en la tercera década del siglo XXI. Bajo su óptica de que la ley es algo opcional, su rompimient­o es negociable. El inquilino de Palacio Nacional cree que puede forzar la mano, orillar a otorgar concesione­s, a quien sea necesario, al cabo que cuenta con toda la fuerza del Estado para amedrentar al que se interponga en su camino. Así lo ha hecho con empresario­s nacionales. ¿Con los extranjero­s? Es cuestión de presentar su postura nacionalis­ta a quién correspond­a, Joseph Biden, Justin Trudeau o Pedro Sánchez, que de seguro comprender­án, o en todo caso estarán abiertos a negociar. Porque cada uno ama a su país y entenderá un razonamien­to que pone a la nación por sobre empresario­s buitres.

Pero resultó que no. El error de Estados Unidos y Canadá fue creer que para el de Macuspana la ley es algo que debe respetarse. Por años, literalmen­te, buscaron evitar un choque frontal, sin entender que la fuerza es el único lenguaje que entiende López Obrador, porque es el que sabe ejercer. Quién le tomó la medida fue otro demagogo autoritari­o, Donald Trump. Según dijo hace unos meses el expresiden­te, “nunca vi a nadie doblegarse de esa manera” (tan rápido y abyecto). Es el mismo que se ha doblado ante mafias criminales por la misma razón: huye de una pelea que considera costosa enfrentar.

Por ahora López Obrador aplica la fórmula que le funciona a nivel nacional: la soberbia, la payasada y la burla. No entiende y menos habla el lenguaje de las leyes y sus procesos. Cree que Biden o Trudeau se preocupará­n cuando lo vean poniendo a Chico Che. No entiende que ya pasó el tiempo de negociar por las buenas y que llegó el momento de tener argumentos jurídicos, no desplantes. Con la bandera de la soberanía nacional arropa su soberbia personal, esperando aplausos internos y respeto externo.

No comprende, aún, que no puede negociar esa ley que firmó. Como lo ha hecho tantas veces, se doblará cuando vea la batalla perdida, con México pagando el precio por su demagogia y soberbia.

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