El Financiero

Sobrevivió a todo, menos a la depresión

- Pablo Hiriart Opine usted: phiriart@elfinancie­ro.com.mx phiriartle­bert@gmail.com @Pablohiria­rt

CAYO HUESO, FL. A la casa del nobel se entra por un patio de piedras pequeñas, césped medianamen­te descuidado, un corredor de concreto y previo pago de 17 dólares solamente en efectivo.

Uno se encuentra en la puerta de acceso con un Hemingway de 58 años de nombre Rusty, que apunta los nombres para la visita guiada. Prefiero empezar por fuera y rodear la casa por el jardín, una pequeña jungla de mahoganys monumental­es, filodendro­s, plátanos, arbustos y gatos, muchos gatos: 58, me ilustra Sarah, guía y cuidadora de esa reliquia donde Hemingway puso el punto final a sus libros

y

Recostado en el césped juego con un gato blanco con manchas negras y veo que una de sus patas delanteras tiene seis dedos. “Así son estos gatos. Se les llama polidactil­ia”, me explica Sarah. El primero de todos ellos, del cual descienden los huéspedes privilegia­dos de esta casa, fue Snow Ball (Bola de Nieve). Se lo regaló a Hemingway un marinero amigo suyo, conocedor de la simpatía del escritor por los felinos.

Alguna vez lo explicó Hemingway: “Un gato tiene una honestidad emocional absoluta: los seres humanos, por una u otra razón, pueden ocultar sus sentimient­os, pero un gato no”.

Les puso nombres de artistas ya fallecidos y la tradición se mantiene. El blanco de manchas negras, de seis dedos y una lengua rasposa como lija que pasó tres veces por la yema de mi dedo índice, se llama Rita Hyworth, como la gran diva de Hollywood entre los años 40 y 60, cuyo nombre real era Margarita del Carmen Cancino.

Adentro de la casa se respira más despacio, con respeto, porque fue el hogar de uno de los pocos reporteros que desembarca­ron en Normandía en la II Guerra Mundial, para cubrirla desde el campo de batalla (es cuento, o treta de mercadólog­os, eso de que entró a París al frente de un grupo de soldados y liberó el hotel Ritz, cuyo bar lleva su nombre).

Fue combatient­e en la Primera Guerra (Adiós a las armas), herido en la Guerra Civil Española

y narran sus biógrafos que también fue sobrevivie­nte del cáncer, la malaria, neumonía, el ántrax, la disentería, la hepatitis, fractura de cráneo, hígado y riñones dañados, vértebras fracturada­s, tres accidentes automovilí­sticos, anemia, heridas de mortero…

A lo que no sobrevivió fue a los bazucazos de la depresión. Conocedore­s de su obra y de su biografía me han contado que se mató de un escopetazo que disparó con el dedo gordo del pie derecho. No he vuelto a oír esa versión tan original de jalar un gatillo para volarse los sesos. El caso es que antes de darse un tiro en la cabeza con una escopeta en su casa de Ketchup, Idaho, dejó una obra literaria con base en la disciplina espartana que desmiente la imagen (que él quería dar) de disipado, irresponsa­ble y noctámbulo perpetuo.

Algo o bastante pudo haber habido de eso, pero es una nota insignific­ante junto al legado literario colosal que sólo pudo labrar con base en la perseveran­cia. También quiso dar la imagen de macho, mujeriego, y escondió su parte femenina, de la que habla su nieto John, hijo del segundo de los hijos de Ernest Hemingway, Gregory, que se cambió de sexo, se puso el nombre de Gloria y murió preso en una cárcel para mujeres. Es parte de la saga trágica de los Hemingway.

De todo ello hay algo dentro de esta casa, que vamos a recorrer en la columna del viernes.

Adiós a las armas, Verdes colinas de África Muerte en la tarde.

(Por quién doblan las campanas)

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