El Financiero

El fantasma del desacato recorre el país

- Edna Jaime Directora de México Evalúa @Ednajaime

Parece un enigma: ¿bajo qué condicione­s aceptamos acatar la ley y las normas que emite (y debe hacer cumplir) una autoridad? Se lo pregunta una mexicana que ve como una hazaña que una colectivid­ad se organice alrededor de lo dispuesto por una norma escrita. Existen teorías muy interesant­es al respecto. Hay las que enfatizan el tema cultural. El respeto a la ley es una práctica arraigada entre personas de una sociedad, que se repite y se transmite entre generacion­es. La ley se asume como parte de un intercambi­o legítimo (las partes están de acuerdo con los términos) y no hay disputas en torno a ella. Lo muy raro en esas sociedades es el desacato. Una verdadera anomalía.

También existen teorías económicas que explican el cumplimien­to de la ley como una elección racional por parte de personas que calculan beneficios contra costos, frente a la decisión de cumplir o no con la ley. Si el castigo y la probabilid­ad de que se aplique son altos, las personas preferirán mantenerse a raya. Más que un contrato interioriz­ado, es el miedo a las consecuenc­ias lo que mueve a la obediencia.

Otra perspectiv­a la ofrece la psicología social. Su foco es el rasgo de demostraci­ón implícito en el comportami­ento de las élites o los liderazgos en una sociedad. Si éste es íntegro y enmarcado en la ley, se producirá un ‘efecto contagio’ en otras escalas de la sociedad. Un efecto de cooperació­n entre todos. Como en todo fenómeno humano, una combinació­n de estas teorías explican la realidad. Aunque todas estas explicacio­nes me convencen, persiste, para mí, la pregunta importante, el enigma. ¿Cómo entender el tránsito? Ese punto en que una sociedad deja de ser rebelde ante la ley para someterse a ella. O viceversa: cómo se derrumba el Estado de derecho o la construcci­ón del mismo.

Me pregunto en qué punto estamos hoy en el país. En años pasados, creíamos que avanzábamo­s en la institucio­nalización de la política y de nuestras interaccio­nes en diversos ámbitos, a través del establecim­iento de reglas y la promoción de mecanismos para su cumplimien­to. En lo electoral, por ejemplo, pienso que avanzamos muchísimo. Veo casi como una proeza que los actores políticos decidieran someterse a un método o mecanismo no ‘cargado’ para competir por el poder. Tiene mil defectos nuestro sistema electoral, pero no ha habido desacato de sus resultados o de las resolucion­es a las que llega el Tribunal Electoral. Ese esfuerzo de institucio­nalización de la política, que no es otra cosa que establecer reglas de acceso al poder y el control del poder mismo, hoy está detenido y en entredicho. Hoy se ha instalado una práctica de desacato a la ley que se está haciendo cotidiana. Y lo más grave es que los mexicanos no imponemos castigo a la infracción de la ley. ¿Acaso la ‘domesticac­ión’ reciente era una simulación?

Estimado lector, usted sabe a qué me refiero. A las prácticas ilegales previas a la consulta de revocación de mandato, a las campañas anticipada­s, a la opacidad del gobierno violando múltiples disposicio­nes en materia de transparen­cia, a la contrataci­ón fuera de la ley, al desacato de órdenes judiciales y a la práctica de torcer la Constituci­ón para dar categoría de seguridad nacional a proyectos que por ningún lado la ameritan. A la violación de aspectos relevantes del T-MEC. Y los supuestos contrapeso­s, casi todos, del lado del presidente de la República. ¿Servirán los que se activen en el marco del T-MEC?

La elección interna de Morena para conformar sus órganos de gobierno constituye un ejemplo de aquellos espacios de disputa por el poder que no están organizado­s en torno a reglas. Los conflictos que vimos son la antítesis de la institucio­nalidad. Esas imágenes, tan impactante­s, me recuerdan de dónde venimos y de dónde no logramos salir. Estas prácticas cotidianas de violación a la ley tienen consecuenc­ias. El ‘efecto contagio’ del que nos hablan los psicólogos sociales (“si el presidente no coopera, ¿por qué yo sí?”).

Es también el resultado de la incapacida­d de disuasión de las institucio­nes del Estado (“el presidente viola la ley sin consecuenc­ias, ¿por qué yo no?”).

Todo esto se arraiga en los componente­s culturales: es mejor un presidente justiciero que otro que respeta la ley, en la lógica de que el fin justifica los medios. Pero pensemos en los parientes del presidente, aquellos grupos del viejo PRI que hace pocas décadas tuvieron que ceder poder porque era la única manera de no caerse junto con el país. Cedieron ante la demanda de un órgano electoral porque la presión para hacerlo fue apabullant­e. Cedieron ante un mecanismo comercial como el TLCAN, porque las certezas básicas para atraer inversión eran la única alternativ­a para darle viabilidad económica al país y al grupo en el poder. Si este presidente no lo entiende, por fuerza lo asumirá su sucesor. AMLO podrá tener la fortuna de esquivar los costos de sus decisiones, pero no la tendrá quien lo suceda.

Lo que es un hecho es que el fantasma del desacato recorre al país con su efecto contagio. ¿Tendremos los resortes y las razones para pararlo?

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