El Financiero

Treinta días y el resto de nuestras vidas

- Salvador Camarena Opine usted: nacional@ elfinancie­ro.com.mx @salcamaren­a

En un mes, en los festejos por la Independen­cia, Andrés Manuel López Obrador fijará la postura de México frente a los reclamos de sus socios comerciale­s del T-MEC.

Mago del suspenso, el Presidente sabe que en casa y fuera de ella muchos se preguntan qué dirá, pero sobre todo qué acciones implicarán las palabras que pronuncie en tan anunciada fecha.

Las especulaci­ones no son ociosas dado lo mucho que hay en juego y, sobre todo, porque hay quien no duda de que AMLO pudiera llegar al extremo de apretar el botón de un Mexit.

Durante semanas se ha especulado, igualmente, sobre si López Obrador no supo o no entendió los compromiso­s que México adquiría más allá del capítulo que él pidió modificar en las negociacio­nes cuando ya era presidente electo.

Mi opinión es que sí supo y básicament­e no le importó. Es decir, que pidió la consabida inclusión de los renglones sobre la soberanía energética para –en caso de “necesitar, querer y poder”– utilizar esos párrafos como excusa para cualquier decisión ulterior.

Hoy le tienen sin cuidado la dinámica de las consultas y los paneles, sus plazos y sus eventuales consemació­n– cuencias traducidas en aranceles a productos mexicanos.

Porque siempre hay que tener en cuenta que para el Presidente el valor supremo es la revolución pacífica que él cree estar llevando a cabo.

Repito: ese objetivo –su transfores­tá por encima de (por mencionar unos pocos ejemplos) la falta de medicament­os para los niños con cáncer, que pedir ayuda a expertos independie­ntes para lidiar con la pandemia, que pagar absurdas millonadas por la cancelació­n de un aeropuerto ya avanzado y que, sólo por no dejar de decirlo, eso llamado certidumbr­e jurídica.

Para AMLO estamos en un cambio de régimen, habrá por ello turbulenci­as y algunos costos que, desde su punto de vista, bien valen la pena cuando se está dando un histórico volantazo. La patria lo absolverá.

Y si una de las columnas indispensa­bles de esa presunta transforma­ción es privilegia­r a los más pobres, la otra es fundar en las empresas estatales del sector energético el eje de la soberanía.

Andrés Manuel no acepta el hecho de que empresas privadas, nacionales y menos aún extranjera­s, puedan desafiar el dominio de Petróleos Mexicanos y de la Comisión Federal de Electricid­ad. En ningún sentido o campo: ni en la producción, ni en la comerciali­zación.

Ése debiera de ser el punto de partida para vislumbrar los escenarios de lo que Palacio Nacional hará el 16 de septiembre.

En una columna de hace unos días Héctor Aguilar Camín revisaba el antecedent­e de la amenaza de Trump de imponernos aranceles y cómo fue de solícita la respuesta de López Obrador frente a ese desafío: “En ese momento el acuerdo comercial de Norte América era muy importante para el Presidente mexicano. Veía con claridad que la interrupci­ón del acuerdo podía ser catastrófi­ca y estuvo dispuesto a pagar sin chistar lo que le pedían”. (La amenaza de Trump, 05/08/22).

Ni el canciller Marcelo Ebrard ni AMLO aceptan que se doblaron ante el expresiden­te estadounid­ense. Pero esa negativa a reconocer lo que se ha publicado en Estados Unidos, y las acciones que, en efecto, asumió el gobierno mexicano para satisfacer al exinquilin­o de la Casa Blanca, no necesariam­ente prefiguran un antecedent­e que hoy nos ayude a decir que Andrés Manuel considera fundamenta­l al T-MEC.

El Presidente mexicano pretende una reformulac­ión de los términos en que se da la competenci­a en el mercado energético. No acepta lo que se firmó así haya participad­o su representa­nte en las negociacio­nes, así lo haya ratificado un Senado donde su movimiento tenía la mayoría. Tengamos eso claro. Y tengamos igualmente claro que, en este momento, a diferencia de cuando lo dobló Trump, Andrés Manuel necesita seguir apoyando a las empresas estatales de energía, quiere hacerlo y cree que puede salirse con la suya.

En el cambio de régimen que AMLO pretende una de las premisas fundamenta­les es que el poder político sujeta en todo tiempo al poder económico (sobra decir que con más razón aún al poder económico extranjero). Eso incluye un desdén por la complejida­d de éste y por las consecuenc­ias de ahuyentar la inversión.

El mandatario considera además que, si hasta hoy a los empresario­s les ha ido bien durante su sexenio, él puede seguir en su apuesta de estatizar y fosilizar al máximo el sector energético. Y si para ello hay que decirle a Estados Unidos, y a Canadá, que sorry, pero no vamos a dejar de darles total prioridad a la CFE y a Pemex, pues entonces ya sabemos qué pasará en el desfile dentro de un mes.

Si nos imponen aranceles, será un timbre de orgullo para él. Y si le intentan presionar aún más, estará listo a coquetear con la idea de que no es tan malo un México sin T-MEC, que nuestra nación existía antes del TLC, que éste fue un invento neoliberal y que, de hecho, nuestro país tuvo décadas de crecimient­o mucho antes de que los Harvard boys se adueñaran del poder, etcétera, etcétera.

Quien piense que el Presidente está en un callejón en el que se metió solito y que hoy desespera buscando cómo salvar cara para no doblarse frente a Washington y Ottawa, creo que parte de nuevo de un escenario base equivocado.

En un mes el resto de nuestras vidas tendrá un escenario más fósil, menos competitiv­o y de un rancio discurso nacionalis­ta. ¿Alguien lo duda?

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