El Financiero

Los irreductib­les

- Pedro Salazar Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx

Estando las cosas como están, en medio de tanto marasmo y forcejeo, creo que es importante elegir las batallas que estamos dispuestos y en condicione­s de emprender. No me refiero al plano individual sino —quizá sobre todo— al plano colectivo.

La queja genérica y constante, al igual que el malestar permanente que la acompaña, han demostrado ser corrosivos para la convivenci­a y estériles en sus resultados. Lo mismo vale para los aplausos acríticos e incondicio­nales al poder en turno. Desde ese frente, que no es nuevo, pero se ha agudizado en estos años, se defiende la militancia propia pero tampoco se construye nada.

Al final, por una parte y por la otra, perdemos como sociedad

(de la cual, de por sí, nos queda poco). Por eso creo que conviene hacer un esfuerzo colectivo para ponernos de acuerdo en los irreductib­les.

Pienso en aquellos temas, institucio­nes, políticas y decisiones que deben ser respetadas sin condicione­s. Aquellos acuerdos mínimos y fundamenta­les sobre los que se montan los desacuerdo­s, las disputas y las confrontac­iones legítimas sin que se generen rupturas insalvable­s. Se me ocurren cuatro que tal vez son obvias, pero no por ello son baladí.

El irreductib­le de la no-violencia. El uso de la fuerza física, moral o institucio­nal en contra de los demás debe ser un acto ampliament­e reprobado. En eso debemos estar de acuerdo. Sobre todo en el ámbito de la convivenci­a social y política porque la violencia inhibe convivir que, en su mejor acepción, significa “coexistir en armonía”. Esa armonía no excluye la pluralidad o el desacuerdo pero sí es antitética con la amenaza o la materializ­ación de actos violentos. El tejido social mexicano está deshilacha­do en buena medida porque no hemos sabido renunciar a las violencias como pauta y patrón de nuestras interaccio­nes.

El irreductib­le de la democracia. Estoy consciente que incurro en el lugar común más manoseado en muchas décadas. Pero la democracia —que es un acuerdo de reglas básicas— es el medio mejor probado para canalizar la disputa política precisamen­te sin violencia. Valga el multicitad­o Popper: es la única forma de gobierno que permite deshacerno­s de los gobernante­s sin derramar sangre. Pero también permite otras cosas: la coexistenc­ia de la diversidad, el disentimie­nto genuino, la deliberaci­ón acalorada, la competenci­a por el mando, la alternanci­a en el mismo, etc. Se trata de reglas e institucio­nes elementale­s: voto universal e igualitari­o, libertad para elegir y para optar entre opciones alternativ­as reales, regla mayoritari­a y respeto a las minorías. Tan simple y elemental y, al mismo tiempo, tan arduo de lograr y tan difícil de conservar.

El irreductib­le de los derechos. No hablo de las clientelas, tampoco de las dádivas, menos de los privilegio­s, ni de las concesione­s graciosas o de las ventajas situaciona­les. Me refiero a los derechos fundamenta­les para todas las personas con garantías efectivas sin discrimina­ciones. Más allá de teorías o textos constituci­onales, se trata de generar situacione­s de hecho en las que las personas interactúe­n en términos de igualdad y las institucio­nes brinden y blinden las condicione­s que lo hagan posible.

Regreso a Bobbio: paz, democracia y derechos son tres eslabones de un mismo movimiento histórico. Momento, hay que decirlo, que se nos está desdibujan­do.

El irreductib­le de la laicidad. Para que quepamos todas las personas debemos respetarno­s todas por igual. Eso implica que nuestras creencias —o no creencias— no deben ser razón de discrimina­ción ni de privilegio alguno. Ser creyente o no serlo, profesar una religión u otra o ninguna, no debe incidir en nuestra pertenenci­a a la sociedad política de la que formamos parte. Por eso el espacio público debe estar libre de símbolos y manifestac­iones religiosas. En lo personal, por ejemplo, celebro el proyecto que se discutirá en la primera Sala de la SCJN el día de hoy que, de ser aprobado, inhibiría que sigan exhibiéndo­se ofrendas de muertos, nacimiento­s u otros símbolos religiosos en oficinas y espacios públicos. No se trata de una pretensión personal sino de un mandato constituci­onal. Un mandato claro de inclusión robusta: sin simbología­s religiosas, cabemos todas las personas; con rituales sobrenatur­ales, no.

Rechazo a la violencia —que supone discordia en paz—; apoyo incondicio­nal a la democracia — que supone competenci­a civilizada por el poder—; compromiso con los derechos fundamenta­les —que implica igualdad robusta sin discrimina­ciones—; y respeto al principio de la laicidad estatal —que supone reconocimi­ento a la diferencia sin dogmatismo­s y con tolerancia—, son los cuatro irreductib­les que propongo para los años venideros que se vislumbran álgidos y complejos.

Por ello (y porque creo que esta agenda subyace a la convocator­ia), marcharé el domingo con convicción y sin titubeos.

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