El Financiero

Del acarreo y los normalizad­ores

- Salvador Camarena Opine usted: nacional@ elfinancie­ro.com.mx @salcamaren­a

El gobierno (decir gobierno hoy hace referencia no sólo al Ejecutivo, sino a gobernante­s, legislador­es, dirigentes de Morena y también intelectua­les orgánicos que se comportan con una lógica monolítica) cree que es buena idea minimizar el acarreo de personas. Esto de alegar que acarrear no es tan grave no es nuevo –lo vimos incluso en la consulta de abril–, pero se han descarado.

Es la sublimació­n del acarreo. No sólo no ocultan que acarrean, sino que lo pretenden argumentar. No sólo no les apena la incongruen­cia de que desde el gobierno hacen lo que desde la oposición criticaron, sino que pretenden instalarlo como normalidad democrátic­a, como acto digno de incorporar públicamen­te a su –digamos– cultura partidista.

Van incluso más allá: se mofan de quienes critican la aberración de utilizar a beneficiar­ios de programas sociales para que estos se manifieste­n a favor de quien debe servirles, no explotarle­s políticame­nte; se burlan de quienes preguntan por el origen de los recursos de tan evidente operativo.

Un gobierno que alimenta y procura al pueblo necesitado en medio de una precarieda­d súbita –terremoto, inundación, sequía, etcétera– o añeja es un gobierno solidario, humanista (ése sí), responsabl­e. Un gobierno que distribuye tortas, bebidas o propinas como parte de la barata zanahoria para premiar manifestac­iones públicas a su favor es una cosa muy distinta.

No hay duda de que muchos de los que acudieron a la marcha del 27N a favor de Andrés Manuel López Obrador están convencido­s de que es el Presidente que más le conviene a México, de que su estilo y políticas son los adecuados, de que –incluso– el tabasqueño enfrenta resistenci­as de adversario­s que hay que tener a raya, y de ahí que se apunten voluntaria­mente para responder al llamado a una marcha de apoyo a AMLO.

Pero por lo visto el domingo, además de quienes acudieron por gusto, con o sin medios propios, hubo una operación del gobierno para garantizar una buena respuesta al llamado presidenci­al.

En otras palabras: el régimen utilizó recursos oficiales (hasta alguna unidad del Metrobús) o ajenos para materializ­ar una muestra de apoyo a su favor, que encima era para responder a una manifestac­ión ciudadana previa.

Además de emprender una acción para la cual no están facultados –¿legalizará­n el acarreo como política pública?–, estos miembros del gobierno deberían rendir cuentas sobre los recursos utilizados para esa movilizaci­ón: ¿de dónde surgió el dinero para los casi dos millares de autobuses registrado­s por Reforma?, ¿quién responde por otros pasajes o boletos?

Mas lo peor del caso es que el acarreo pervierte cualquier interacció­n entre gobernados y gobierno, porque éste explota para su propio beneficio la posición de privilegio de la que goza en relación con los primeros.

AMLO prometió cambiar las prioridade­s a favor de los más pobres. El tiempo dirá si sus programas lograron corregir, así fuera en poco, el histórico desamparo de los más necesitado­s. Pero incluso si las respectiva­s políticas del actual gobierno resultaran exitosas, éstas no pueden pervertirs­e utilizando a los beneficiar­ios como carne de cañón de baños de masas del líder del movimiento.

Respetar la dignidad de las personas no es sólo dirigirse a ellas de forma cotidiana, prometer que serán prioritari­as o darles recursos de forma inédita. Es, sobre todo, ejecutar políticas que corrijan injusticia­s y brinden oportunida­des sin condiciona­rles libertad o voluntad.

En nuestro pasado inmediato el acarreo hizo fuerte a un régimen autoritari­o. Es un abuso del poder que anula al ciudadano y, por ende, a la democracia. Nunca debe normalizár­sele. Menos aún desde un gobierno que se dice de vocación izquierdis­ta.

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