El maligno se aprovechará de tu debilidad
La casa jamás fue habitada nuevamente hasta el siglo pasado que fue reconstruida
Empiezan a platicar Juán de Solís y Blas Cázares.
-Su merced cavila y sufre porque piensa que su esposa lo engaña.
-¿Cómo te atreves- exclamó don Juan con tono severo y altivo- a hablarme de esas cosas?
-Porque quiero a su merced y deseo hacerle un servicio...Dentro de cuatro días le presentare pruebas claras de que se equivoca, o de que no se equivoca.
Una promesa de certidumbre, en un sentido o en otro, tiene para el celoso atracción irresistible, ante aquella posibilidad de SABER, de calmar definitivamente la duda y la inquietud, se desvaneció la orgullosa susceptibilidad de don Juan, que no experimentó ya otro sentimiento que conocer la verdad cualquiera que esta fuese.
-Sí señor... se lo prometo... Nos veremos en esta misma calle y a esta misma hora...Que pase su merced buenas noches.
Y se apartó, perdiéndose en las sombras. Don Juan se quedó unos minutos inmóvil, como anonadado por la impresión de aquella promesa, sin saber a ciencia cierta si le daría o no crédito. Al fin, echó a andar, llegó a su casa, saludó a su hijo que estudiaba a la luz de un velón, le recomendó no desvelarse demasiado, y se dirigió a la alcoba matrimonial donde su mujer lo esperaba.
Desde aquella hora, los cuatro días de plazo fijado por el tlaxcalteca, pusieron al pobre caballero en estado de espantosa ansiedad, que, sin embargo, tuvo la ventaja de absorberle por entero y dar tregua a las acechanzas y aplazar las reconvenciones.
La noche en que el plazo vencía, caminaba lentamente don Juan de Solís, por la misma calle y a la misma hora que la vez anterior, y como entonces, cercado de oscuridad y silencio
“¿Vendría Blas Cázares a hacerle la revelación prometida? ¿Iría a dejarlo en aquella incertidumbre y ansiedad espantosa?”. Repentinamente surgió de las sombras el tlaxcalteca, como si hubiera brotado de la tierra, y aproximándose a don Juan, le dio las buenas noches.
-¿Y bien?- preguntó el caballero sin disimular su impaciencia.
-Por desgracia- dijo mesuradamente Blas Cázares, lo que sospecha su merced es cierto.
-Las pruebas!!-...¿Dónde están las pruebas? exclamó el caballero con un grito ahogado, mezcla de sollozo y rugido de cólera.
-Mañana finja su merced un viaje... vuelva en la noche, y ocúltese en algún hueco próximo a su casa... Entre las doce y la una, verá llegar a un hombre de capa larga y sombrero de anchas alas...Cuando él esté llamando suavemente a la puerta, podrá su merced, si así lo desea, tomar la debida venganza...Volveremos a vernos.
El tlaxcalteca se apartó rápidamente de don Juan sin darle tiempo a nuevas interrogantes. -Escucha!!... Espera!!... El caballero avanzó en seguimiento de Blas Cázares, pero éste, doblando la esquina, había desaparecido.
A la mañana siguiente partió don Juan de Solís para Santa María de las Parras, al desempeño de una comisión oficial, que según anunció a su mujer le ocuparía una semana. Pero apenas salió a despoblado, cuando en vez de seguir adelante, se adentró en un bosque de huizaches, a la vera del camino, y teniendo su capa en el lugar más espeso y escondido, se tumbó a devanar sus pensamientos, y a esperar la noche.
Peligrosas sospechas
Pero de lo contrario, ¿perdonaría? ¿Resolvería el problema en forma prudente, separándose de su esposa y yéndose con su hijo a vivir a otra parte? Algo superior a su razón y a sus generosos sentimientos, rechazaba aquellas componendas propias de hombres cobardes y sin honor, pues semejantes agravios, solo con sangre se reparan.
Entre alternativas de intentos razonables y descabellados pero presintiendo que llegado el caso, se dejaría llevar por el impulso primordial de furor y venganza, pasaron las horas que le parecían interminables, y al fin cerró la noche, tenebrosa y destemplada, como convenía a sus fines.
Por el extremo norte que daba a solares despoblados, a milpas y tierras baldías, entró don Juan en el callejón, donde estaba su casa y se escondió arrimándose al tronco de un nogal corpulento, a dos metros de su puerta. Todo estaba oscuro y callado.
Los árboles de las huertas vecinas, proyectaban sobre las tinieblas, masas de sombras más densas. De vez en cuando ladraba algún perro. Las rachas intermitentes del viento, susurraban suavemente moviendo las ramas. Cantó un gallo y muchos otros le contestaron.
Era ya más de la media noche, y el caballero comenzaba a cansarse. Unos pasos sonaron a lo lejos, y parecía que se acercaban lentamente; un bulto se dibujo en las sombras, primero confuso y definiéndose luego como el de un hombre rebosado en larga capa y calado hasta los ojos el sombrero de anchas alas. Se detuvo a la puerta de don Juan de Solís y llamo con tres suaves golpes.
El caballero salió rápidamente de su escondite y sepultó su espada en el cuerpo del desconocido que cayó en tierra sin defenderse ni lanzar una queja. Casi al mismo tiempo, la puerta se abrió; don Juan salto hacia dentro con la espada en la mano y el rostro transformado por una mueca de salvaje furor. Su esposa corrió hacia la puerta. El instinto de la madre adivinó lo que había pasado. Él la siguió sobrecogido.
-¡Es mi hijo!...¡Mataste a mi hijo!- gimió la pobre mujer arrojándose sobre el cadáver ensangrentado.
Don Juan acercó el velón al rostro del muerto que había caído con la cabeza apoyada en el umbral... Lanzó un horrible grito, y huyó hacia la calle, como una fiera perseguida. Se había vuelto loco.