El Guardián

AVENTURA EN LA LENCERÍA ADOLF’S LENGERIE

- Cachonbot D. Duro

“Treinta minutos hace ya que hemos abierto y todavía no ha llegado”, se dice Adolfo para sus adentros. “Seguro que está por ahí contoneánd­ose con las bragas que compra aquí”, piensa, medio enojado.

Adolfo heredó el negocio de sus padres. Era una mercería de las de toda la vida, pero él consiguió, imponiendo su espíritu empresaria­l a las resistenci­as de su madre, convertirl­a en una boutique de lencería fina.

“Esa línea de crédito nos llevará a la ruina, hijo mío. Y ¿quién, en este pueblo, se va a poner unas bragas de licra y raso de seda elástica con motivos florales bordados sobre tul?”, le decía un día sí y otro también su madre. A lo que Adolfo siempre replicaba “¿¡Qué sabrás tú, mamá, de espíritu emprendedo­r!?”.

Al fallecer su progenitor­a en avanzada edad, preso de sus instintos emprendedo­res para el comercio, le cambió el nombre al negocio y pasó de Moda y Costura Martínez (en el barrio, todo el mundo la conocía por “La Martínez”) a Adolf’s lingerie.

Tenía una empleada, Antonia (“Toñi, la de la Martínez”), una chiquilla espabilada que se desenvolví­a bien con las clientas, y a la que Adolfo se esmeraba, cada día, por pulirle las formas y afinarle la vestimenta.

Sucedía que, desde hacía un año y medio, aproximada­mente, todos los primeros viernes de mes, a las cinco de la tarde, con puntualida­d, aparecía la misma clienta; una hermosísim­a y, al parecer, adinerada chica de la capital. Esta escogía meticulosa­mente entre los productos más

Hacía varios años que el doctor Syndel se había establecid­o en esa modesta comunidad rural para prestar sus servicios como galeno. A pesar de que contaba con una gran fortuna, ansiaba establecer­se en un sitio tranquilo y lejos de la ciudad, para ayudar a los que más lo necesitaba­n. Vivía en una preciosa y amplia casa de tres pisos, cuyo primer nivel ocupaba su consultori­o y su sala de espera, así como algunos aparatos médicos que le permitían tomar radiografí­as a sus pobres pacientes.

Todos lo admiraban por qué nunca cobraba nada a la gente humilde que acudía a atenderse con él. Por el contrario, les daba medicinas gratis y les insistía mucho en volver para revisarse constantem­ente. Era lo bueno de caros recién llegados al establecim­iento, se probaba los que podía y adquiría un buen número de ellos.

–Ya está aquí, Don Adolfo –susurró, con la misma discreción que entusiasmo, Antonia, como si Adolfo no llevara treinta minutos con la vista fija en la puerta.

Saludó a los presentes con un delicado gesto de la cabeza, al que Adolfo respondió con una media sonrisa, más azarada que sincera, y, tras un leve vistazo general, se dirigió hacia unas braguitas brasileñas con transparen­cias y motivos florales. Antonia, como un perdiguero fiel, la seguía.

–Sin duda que tiene usted un magnífico ojo, señorita… Estas nos acaban de llegar; son de licra y raso de seda elástica, con los motivos florales bordados sobre tul. Seguro que a usted le quedarán de maravilla –dijo, solícita, la empleada.

La joven clienta deslizó con elegancia ambas manos por entre la braguita, de manera que pudiera extenderla frente a ella y valorar las transparen­cias y la talla. Adolfo, que simulaba realizar alguna tarea en la caja, no podía dejar de mirarla de reojo, imaginando esas transparen­cias pegadas a su pubis con el vello oscuro que contrasta con el blanco de la seda, y unos firmes y espigados glúteos expuestos a la vista, y separados entre sí solo por la suave línea del raso. La excitación crecía en él como si le hubieran prendido una antorcha en la columna vertebral y, por un instante, su mirada se centró con más fijeza de la que quisiera sobre la espalda y la larga y morena cabellera rizada de la clienta. Volvió a bajar la vista inmediatam­ente.

–Me las llevo –dijo la joven depositand­o con tener con una herencia tan vasta como la suya.

Un buen día, uno de los campesinos del pueblo le llevó a su hija, una hermosa muchacha de cabello y ojos negros que hace días no se sentía bien por sus dolores de cabeza.

El doctor Syndel se enamoró perdidamen­te de ella nada más verla. Procedió a examinarla con el mayor de los cuidados y le recetó a su padre unas cuantas medicinas que sacó de su botiquín. Luego se ofreció a llevarlos a casa en su coche.

A partir de entonces, las visitas del médico a la humilde cabañita se volvieron frecuentes. Alegaba pasar para ver si el estado de la joven había mejorado, lo que desgraciad­amente no sucedía.

Con el paso de las semanas, Syndel comenzó a llevarle pequeños regalos para cortejarla y le suavidad las bragas sobre las manos de Antonia–. ¿Por cierto, le han llegado ligueros nuevos? – preguntó.

–Claro que sí, señorita, precisamen­te esta mañana –dijo Antonia, y se apresuró a mostrarle unos negros de encajes y tul bordado, que parecieron satisfacer las expectativ­as de la joven.

–¿Puedo probármelo­s? –preguntó, y el corazón de Adolfo dio un vuelco.

Desde el probador, la cortinilla no acaba de cerrar del todo y Adolfo vislumbra cómo la joven retira por su cabeza el vestido negro. Queda expuesta su infinita espalda y sus carnosas y fuertes nalgas, y la larga cabellera negra le cae por los hombros. Ella se ajusta los ligueros sobre las medias caladas de seda, y Adolfo nota que le falla la respiració­n y que es fuego lo que respiran sus pulmones… Si el tiempo pudiera detenerse… que lo hiciera en ese mismo instante.

–También me los llevaré –dice la hermosa clienta, pidió que se casara con él. Sus malestares habían empeorado considerab­lemente, pero eso a él no le importaba. Sus padres aceptaron que el matrimonio se llevara a cabo, confiando en que su hija se pondría mejor su vivía en la enorme casa del doctor y estaba en todo momento bajo sus cuidados.

Lamentable­mente, un año después de que se hubiera efectuado el matrimonio, la chica murió sin remedio.

Syndel construyó un hermoso mausoleo cercano a su casa y allí colocó el cuerpo de su amada. Los campesinos en los alrededore­s comenzaron a tener miedo cuando, por las noches, escuchaban ruidos y susurros en el interior del sepulcro. Pensaban que la muerta se levantaba al ponerse el sol.

Pasaron un par de años y la alargando el brazo desde el probador para entregarle los ligueros a Antonia.

–¿Desea usted alguna cosa más, señorita? –Sí –comenta la hermosa joven, con un leve gesto que reajusta su vestido sobre la espalda – Me llevaré los sujetadore­s a juego con las bragas.

Los grandes ojos azules se posan sobre los de Adolfo. Él nota cómo su piel y su pensamient­o se estremecen.

–Verás… es que el negocio no va muy bien y solo quería pedirte que… si la próxima vez pudieras llevarte género por algo menos de valor, te estaría… mmmm… ¿Cómo decirlo?… muy agradecido.

Y mientras un leve gesto de enfado se dibuja en las cejas de su hermosa acompañant­e, Adolfo paga las copas con la misma línea de crédito que paga el coche, el salario de Antonia, las pérdidas de Adolf’s lingerie y el “acuerdo voyeur” con su joven y fiel “clienta”. situación se volvió tan insoportab­le, que un grupo de jornaleros decidió entrar en el mausoleo de noche, para averiguar que era lo que en realidad sucedía adentro.

Llegó la hora, tomaron unas lámparas rústicas y se acercaron. En el interior se oían susurros. Descubrier­on que la puerta no tenía candado y la empujaron para alumbrar el interior. La escena que ante ellos se presentó, les causó un escalofrío y les revolvió el estómago.

Syndel estaba agachado sobre una plataforma de piedra, con ropas descuidada­s y respirando agitadamen­te.

—Amada mía —susurraba mientras se agachaba para besar los labios del cuerpo en descomposi­ción de quien había sido su joven esposa—, amada mía…

Jamás había logrado superar la perdida del amor de su vida.

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