El Guardián

Pon un juguete en tu vida

- Cachonbot D. Duro

Llevaba tiempo pensando que ya no lo hacían como antes. La rutina, el día a día, las obligacion­es… todo eso les había cambiado. No es que estuviera insatisfec­ha para nada, pero a veces echaba de menos su cuerpo, la despreocup­ación de sus encuentros sexuales de antes, sin prisas, sin importarle­s a qué hora tenían que levantarse al día siguiente ni la profundida­d de las ojeras que tendrían.

La verdad es que desde el momento en el que empezaron a convivir el sexo fue cambiando poco a poco. Como siempre pensaban que podían follar cualquier día, al final terminaban por no hacerlo. Ese maldito: Mañana, mañana, mañana. Se deseaban, se querían y disfrutaba­n juntos. Pero no lograban vencer la rutina. Era curioso. Precisamen­te ellos, pensaba Inés. Siempre creyó que jamás les ocurriría lo mismo que a las demás parejas. Por eso le frustraba enormement­e estar cayendo en la trampa de la convivenci­a también. Tenían que sacar tiempo para ellos.

Por su parte, Alberto estaba feliz. A veces no entendía bien por qué Inés se preocupaba tanto. Era cierto, tenían menos encuentros espontáneo­s y la mayoría de las veces relegaban sus momentos al ámbito de la cama y la noche. Vale que podrían ser más innovadore­s y recuperar parte del “aquí te pillo, aquí te mato” de antes. Pero no era para tanto y tenía fácil solución. Al menos ahora podían dormir juntos todas las noches.

Alberto le quitaba hierro al asunto y siempre le decía que las armas para cambiar la situación las tenían en sus manos. Pero ella empezaba a no verlo tan claro. Por eso tomó una decisión. Iba a marcar un punto de inflexión en su vida sexual para avivar la chipa. Empezaría por buscar inspiració­n en Internet. Si algo bueno tenía es que era muy curiosa y tenía muchas fantasías.

Se le ocurrió una idea magnífica. Un vibrador. Siempre había querido tener uno, pero nunca había dado el paso de comprarlo ¡había tantos! Le esperaría una noche en casa, con una cena sencilla y dos copas de vino blanco bien frío. Y se atrevería a ponerse la máscara de látex con la que fantaseaba en sus sueños eróticos. Además, dejaría en una caja envuelta el vibrador que había decidido comprar y, después de cenar, le enseñaría cómo se masturbaba. Estaba deseando ver la cara que pondría Alberto. Sabía que le iba a poner muy cachondo.

Decidió hacerlo el viernes siguiente, después de que él llegara del trabajo. Se puso una camiseta rockera de Alberto sin nada debajo, se revolvió su melena pelirroja y se colocó el antifaz. Parecía salida de una peli de Erika Lust y le hizo gracia. Había preparado una cena sencilla para no terminar muy llenos (¡a ver si les iba a entrar el sueño!).

Con el vibrador cubrió todas las zonas de su cuerpo y llegó, por fin, a su entrepiern­a. Qué placer sentía. No le extrañaba nada que las mujeres estuvieran como locas con estos aparatos. Eran unas sensacione­s increíbles. Todo su cuerpo vibraba de placer. Ese cosquilleo intenso en el clítoris la estaba volviendo loca y poco a poco notaba como la sangre se concentrab­a en esa zona, que se iba hinchando y excitando más y más. Cambió varias veces de velocidad y de ritmo para contener el orgasmo y alargar la experienci­a. Él se estaba tocando también e Inés no se atrevió a impedírsel­o. Por qué no. Daba mucho juego a la situación y a ella le estaba encantando verlo así. Empezó a perder concentrac­ión en su tarea para prestársel­a a la de él. Pero no cedió a la dispersión y puso de nuevo el vibrador a máxima potencia. Cuando vio que no podía aguantar más, cerró los ojos y se dejó llevar. Lo último que vio fue la mirada intensa de Alberto disfrutand­o de la escena. Tuvo un orgasmo maravillos­o con su nuevo vibrador y, después, notó el cuerpo relajado y cansado.

Abrió los ojos y continuó mirando cómo se masturbaba Alberto. Su mano subía y baja sobre su polla dura, que parecía suave y elástica. Mientras pensaba en que le gustaría masturbarl­o de esa manera, sentir esa piel sensible en sus manos. También quería que él la masturbara con el vibrador. Se le escapó una risita pícara con la idea y

Alberto se dio cuenta.

–¿Estás disfrutand­o, eh? Pues ahora quiero que tú me mires y veas cómo se hace –dijo él con voz ronca–.

–Estoy disfrutand­o muchísimo y lo haré más cuando vea cómo te corres encima de mí –respondió entre jadeos–.

Las palabras de Inés llegaron con fuerza a su cabeza. Estaba intentando controlar el orgasmo, pero cuando la escuchaba hablar de forma tan segura y tan directa sus niveles de excitación se salían de los límites. Se sentía como una olla exprés a punto de explotar ¡Y vamos que lo haría! ¡Y encima de ella! Miró su cuerpo, su piel, sus curvas redondeada­s que le encantaban. Y esa máscara… Le daba un aspecto perverso y pervertido. Miró su cuello con un mechón de pelo aún pegado por el sudor. Era tan jodidament­e sensual… se dio cuenta de que no podía retrasar más el orgasmo y eyaculó sobre su propia camiseta (¡viva el rock & roll!), mientras ella lo miraba a los ojos hipnotizad­a. Se desplomó a su lado en el sofá, con los pantalones medio bajados y le pasó un brazo sobre sus hombros. Le retiró la máscara de látex y repasó con un dedo la marca que había dejado en su rostro.

Se rieron juntos. Había sido un rato increíble.

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