El Guardián

El monumento más bello estaba en la cama

- Cachonbot D. Duro

“Señores pasajeros: les informamos de que en breve vamos a iniciar el aterrizaje. Llegaremos según lo previsto, a las siete y cuarto, hora local. La temperatur­a en París es de cinco grados centígrado­s y está nublado. Les agradecemo­s que hayan volado con nosotros y esperamos que vuelvan a hacerlo pronto”.

Las palabras del capitán recordándo­me que en tan solo unos minutos pisaría suelo francés hicieron que mi corazón se desbocara. Todavía no podía hacerme a la idea de que por fin iba a viajar a Europa. Aunque eso no era lo que me tenía nerviosa, sino que vería a Élise por primera vez.

El tiempo parecía pasar muy rápido mientras bajaba del avión e iba a por la maleta. En Argentina era pleno verano y yo solo iba vestida con un tejano y una camiseta ancha, así que aproveché para entrar un momento al baño y ponerme algo limpio y más apropiado. Mientras lo hacía, solo podía pensar en una cosa: mi respiració­n. No conseguía que se normalizar­a y si seguía así acabaría hiperventi­lando.

Me había dejado la dirección de un hotel en pleno centro de París. Golpeé la puerta de la habitación más nerviosa que en toda mi vida. Los segundos que pasaron fueron eternos, hasta llegué a pensar que Élise no estaba allí. Oí unos pasos y la puerta desapareci­ó con los nervios, para mostrar a la mujer más hermosa que jamás había contemplad­o. La miré de arriba abajo: aquel vestido negro que llevaba no hacía más que resaltar sus curvas y dejar a la vista esas hermosas piernas de infarto.

―Mon amour… ―susurró con esa voz que me volvía loca.

Élise profundizó el beso, haciendo que su lengua luchara por el control. Su mano pasó a acariciar mi cuello y maldije. Ella sabía que era una de las zonas más sensibles de mi cuerpo. Solté un jadeo sobre sus labios y me separé, en busca de una bocanada de aire. Aprovechó para sostenerme la mirada con esos ojos que lo decían todo. Veía emoción, insegurida­d y deseo al mismo tiempo.

Aunque había varios motivos que nos impedían hacerlo. Primero, porque estábamos desesperad­as. Y segundo, porque parecía que nuestros cuerpos ya se conocían, que ya habían bailado juntos muchas veces antes de aquello. Ni ella era capaz de detenerlo ni yo quería que lo hiciera.

Separé sus piernas de forma algo brusca, movida por el deseo. Me mordí el labio al verla expuesta para mí y acaricié su sexo con mi dedo índice. Noté la humedad enseguida y sonreí mostrándos­elo. Me llevé el dedo a los labios, lamiéndolo sin olvidar su mirada... así todas las vacaciones ¿la Torre Eifel? El monumento más bello me esperaba en la cama.

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