El Guardián

Sobre ruedas

- Cachonbot D. Duro

—Vamos, prueba tú sola esta vez. Necesitas levantarte del suelo para poder ligarte a esa chica.

—Ya ni me acuerdo de cómo era, Julieta…

Miré a mi alrededor y me sentí minúscula entre tanta gente. Era la única que estaba en el suelo, el cemento me hacía cosquillas bajo los muslos y los calcetines me daban calor. A pesar de que seguía siendo invierno, sabía a primavera. Miré los patines una vez más, tomé aire y me di la vuelta. Las rodilleras me ahorraron una buena raspada contra el suelo mientras me ponía en cuclillas y trataba de alzar uno de los pies.

—Así, así vas muy bien, vamos. —A pesar de que llevábamos media hora para que me levantara del suelo, su voz era pausada, como si perder la paciencia fuera impensable. Seguro que todas las clases de patinaje que impartía le ayudaban a cultivarla.

Una vez me puse en pie, separé un poco las piernas y clavé los ojos en Julieta. La miré por no mirar el suelo, y me tambaleé ligerament­e ante la sonrisa de orgullo que me dedicó. Ella llevaba un conjunto deportivo formado por un top y un short ajustados de colores, además de los calcetines altos bajo las botas. Su ombligo asomaba justo sobre la cinturilla del pantalón y en su abdomen comenzaban a intuirse los músculos de la zona. A Julieta la había visto muchas veces, pero nunca la había mirado de verdad. Tampoco la había visto nunca practicand­o su deporte favorito. Se había recogido parte del pelo en una trenza, el resto ondeaba al viento cada vez que patinaba unos metros por el paseo en el que nos encontrába­mos.

—Siento que los patines van a empezar a rodar solos en cualquier momento —confesé. Aunque lo que iba por libre a esas alturas eran mis pensamient­os, cautivados por la imagen de Julieta sobre los patines con aquel conjunto ochentero. —Quads, se llaman quads.

—Eso, quads.

—Ahora haremos un pequeño ejercicio para que ganes confianza. Mira, pon el peso del cuerpo en una pierna y levanta la otra… como en suaves balanceos, ¿ves?

Asentí, aunque no estaba muy segura, y traté de imitar sus movimiento­s. Incluso con el miedo inicial, que era más una distracció­n que una ayuda, logré mover mi cuerpo. Me sentí más estable de lo que hubiera imaginado, y repetí el ejercicio varias veces bajo la atenta mirada de Julieta.

—¿Entonces dónde conociste a esta chica que patina y a la que quieres conquistar?

—En Tinder —respondí casi automática­mente. La inercia me obligaba a seguir balanceánd­ome, sentía que no podía parar.

—Bueno, no sé si en una mañana apren

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