El diablo peina rizos
Le vi cruzar el paso de peatones: no me pareció especialmente guapo, no era muy alto, más bien delgado, en fin, no era lo que las chicas denominan desagradable a la vista, pero tampoco de estos chicos que te vuelves a mirar por la calle. Normalito, vaya.
Habíamos empezado a hablar ese mismo día por el chat, ninguna alusión al sexo en la conversación, algo inusual en Tinder, solo habíamos tratado temas generales como el deporte, su trabajo, el mío. Y de forma muy natural surgió la posibilidad de tomarse un café ese mismo día. Por qué no: nunca me gustó marear la perdiz con días y días de mensajes de Whatsapp, en el que el otro puede parecerte un gentleman para luego resultar ser Torrente.
Nos vimos cerca de casa, solía quedar con mis citas en un bar con una hermosa terraza. No me supone mucho desplazamiento porque ya se sabe que no hay que esmerarse demasiado en esto de las citas online: en una ocasión leí que una periodista de Nueva York quedó con un chico y estuvo una hora arreglándose.
Me identifiqué de inmediato con la protagonista de esta anécdota. Será por la edad, por la experiencia ¡o por las experiencias!, la cuestión es que nunca espero mucho del género masculino. Aún menos si he conocido al ejemplar vía app de ligoteo…
Este era simpático, agradable, inteligente, vestía de forma elegante. Podía ser el príncipe azul o el empotrador impenitente que buscaba. Pronto empezamos a hablar de temas más peliagudos, de esos que evitas en una primera cita: la calidad de la educación en España, la política, la escasa rebeldía de los españoles comparados con otros países…. A medida que las palabras salían de su boca, me iba pareciendo más y más atractivo, ¡ay cuán excitante puede ser un buen cerebro!
Y eso que ni siquiera había pronunciado aun su frase mágica, ésa que hizo que se disparasen todas las alarmas y se encendiese el piloto de peligro inminente. Danger! Danger!
–Yo es que en el sexo soy bastante perverso –Y se queda tan ancho…
Podría haberme recitado a Bécquer después, que le hubiera hecho caso omiso, mi cerebro y mi epidermis se concentraron en la palabra “perverso”. En mi mente, oía a Grant Morrison cuando decía aquello de que si vas a hacer algo relacionado con sexo debería ser, cuanto menos, genuinamente perverso. Y, en mi sueño despierto, yo le respondía: ¡Cuánta razón contenida en una sola frase!
A lo largo de mi vida había tenido acompañantes de cama variopintos, algunos más clásicos, otros más osados, pero, de forma general y salvo honrosas excepciones (como aquel Darth Vader británico con el que habría descendido gustosamente a los infiernos), todos habían sido más bien recelosos de explorar lo que viene a denominarse perverso. Así que nada de ataduras, ni fustas, ni sexo sucio (alarmantemente sucio). Pero yo sabía que ese monstruo deseoso de perversiones que habitaba en mi interior, solo esperaba a ser despertado.
–¿Qué te apetece hacer ahora? –Su frase interrumpió mis pensamientos.
Pasaban ya las doce de la noche, estaban recogiendo la terraza.
–Pues verás –contesté–, yo te follaría en este mismo instante, para qué engañarnos, pero hoy no va a poder ser, así que voy a marcharme a casa, y si te apetece, otro día quedamos.
Estuvimos follando como locos durante cinco horas o más. Cuando paró, sudoroso, me pidió perdón por los cardenales que había dejado en mi tripa y pechos. –No me pidas perdón por esto –le dije. Fue el primer hombre que me regaló una fusta, que me pedía llenarle la boca de salivazos y que me rogaba, arrodillado en el suelo, que le hiciese daño.
Solo con escribirlo se me nublan los sentidos: y es que a veces el Diablo peina rizos y se viste de un cuerpo anodino.