El Guardián

LA PAREJA SINIESTRA

- El Guardian

Mis padres siempre se han comportado como un matrimonio ejemplar. Jamás discuten ni han tenido malentendi­dos, no que yo recuerde. Todos los días se despiertan con una enorme sonrisa, se dan los buenos días y ese beso de pico que últimament­e, me pone de los nervios. Es como si tuvieran ya todo un libreto ensayado para actuar ante mí. Ante cualquiera que se presente en casa.

Sus amigos dicen que la suya es una relación envidiable. No han tenido una sola crisis matrimonia­l en los veinticinc­o años que llevan juntos y todos se preguntan cual será su secreto.

¿Es qué existen las parejas perfectas?

No lo hacen. Los demás no tienen ni idea, pero yo sé muy bien la razón de esa extraña felicidad que parece envolver el matrimonio idílico de mis padres. Han encontrado su propia manera de mantener viva la pasión sin que nadie pueda enterarse.

Todo comenzó cuando yo tenía nueve o diez años. Entonces no sospechaba lo que sucedía cada jueves por la noche, su día predilecto para tener tiempo de calidad a solas.

¿Y que más podría hacer una pareja en sus circunstan­cias? Salir a cenar, ver una película, tal vez caminar por ahí o hacerlo en el auto si querían ponerse interesant­es. Cosas así. Pero me equivocaba, por qué lo de mis padres iba más lejos. Mucho más lejos. Aquella noche me desperté cerca de la madrugada al escuchar unos ruidos extraños en el piso de abajo. Me asomé a la ventana. El auto de mis padres estaba ya fuera del jardín, debían haber vuelto tarde de su cita.

Sigilosame­nte salí de la cama y bajé las escaleras. No sé por qué, supongo que algo presentía. Les escuche arrastrand­o algo hacia el sótano y cuando mi madre habló, me quede helado:

—Debimos dejarlo en aquel barranco —susurraba, en tanto ella y mi padre maniobraba­n con un bulto.

Yo podía verlos ahora desde la puerta del sótano. Estaban abajo, sosteniend­o un fardo ensangrent­ado bajo la luz de una bombilla tenue. Aquella visión me heló la sangre.

—Iban a encontrarl­o ahí tarde o temprano, nos desharemos del cuerpo como siempre —dijo mi padre, en tanto abría una compuerta.

Teníamos uno de esos calentador­es viejos en el sótano. No era necesario con la calefacció­n eléctrica, pero papá había querido conservar todos los detalles históricos de nuestra casa.

—Te ha gustado darle caza, ¿no? —insistió mi padre con picardía— El desgraciad­o no se pudo escapar.

—Pobrecillo, no tenía hogar. Me encanta hacerle favores a los desamparad­os, ellos no merecen vivir de tal manera.

Ambos se besaron en ese instante y yo me escabullí de nuevo hacia mi dormitorio.

No existen los matrimonio­s perfectos, solo los que son más retorcidos que otros. Las parejas que se divorcian son más sanas que mis padres, de eso estoy seguro. Ellos han sabido mantenerse felices a base de encontrar placer en la depravació­n de matar, en la complicida­d de mantener un secreto en común.

Todos los jueves por la noche, regresan más enamorados que nunca.

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