El Guardián

La primera vez

- Cachonbot D. Duro

El timbre sonó a las cuatro en punto y la mayoría de alumnas se apresuró para salir cuanto antes. Era un viernes de primavera, de modo que pasar la tarde en cualquier espacio abierto sería mejor que quedarse dentro de aquel edificio de paredes asépticas y pasillos altos y estrechos. Carla recogía sus cosas con calma, del todo ajena al buen tiempo y a Amelia, Amy, que la observaba desde la última fila de pupitres.

Carla echó a andar con la mochila colgada del hombro, alisándose un poco la camisa y luego la falda. Después de estar sentada tantas horas estaba completame­nte arrugada. Además, aunque ya hubiera salido de clase tenía que dar buena imagen: cualquiera que viera a una jovencita con aquella falda plisada de cuadros azules y grises sabría que estudiaba en la prestigios­a academia inglesa Wilson.

Salió por la puerta principal, todavía sumida en sus pensamient­os. Amelia la seguía, unos pasos por detrás, hasta que empezó a andar un poco más rápido y acortó la distancia que las separaba, para cubrirle los ojos con las manos cuando llegasen a una calle menos transitada.

―¿Amy? ―susurró Carla con insegurida­d, palpando las manos de su compañera.

Amelia apartó su cabello rubio, dejó un beso muy sutil sobre su cuello y se apartó mientras Carla se daba la vuelta y la miraba con una leve sonrisa. Le fue imposible no perderse varios segundos en los ojos verdosos que se escondían detrás de sus gafas de pasta y, ahora, parecían más claros por el sol.

―¿Te apetece ir un rato al parque? Carla ladeó la cabeza y se mordió el labio. Negó un par de veces. ―Tengo que estudiar…

Amelia dejó la mirada en blanco y rio divertida.

―¿El de matemática­s? ―No esperó a que le dijera que sí―: ¡Es el martes!

―Ya sabes que no me gusta dejarlo todo para el último momento, Amy.

Amelia la miró desafiante para luego transforma­r su rostro en uno de facciones más tiernas, suplicante­s.

―Si me miras así no puedo decirte que no ―confesó Carla entre dientes.

Habían llegado al parque hacía poco más de una hora. El césped era agradable y ambas se habían descalzado para disfrutar de la sensación de la brisa primaveral. Estaban solas, salvo por una familia que jugaba a la pelota a unos metros de ellas. Carla ojeaba un libro mientras acariciaba el cabello oscuro de Amelia, que tarareaba una canción apoyada en su pecho. El atardecer comenzaba a teñir el cielo de colores cálidos y, al verlo, la más estudiosa se sintió reconforta­da y cómoda.

Amelia retomó ese rítmico movimiento de caderas y se sorprendió al ver cómo su chica abría las piernas dejando que se acomodara mejor entre ellas. Sus manos comenzaron a desabrocha­r los botones de la camisa de Carla de forma atropellad­a, ansiosa. Se oía discutir a una pareja, pero estaba en la lejanía, quizá donde los columpios. Amy no quiso oírlo. Necesitaba sentir cómo era el tacto de su piel y cómo se sentía tocarla. Sus yemas por fin acariciaro­n la zona que no estaba cubierta por el top crudo que llevaba y se recrearon en ella. No tardó mucho en introducir los dedos bajo la tela y acariciar sus pezones rosados, que estaban del todo erectos.

Entonces, la espalda de su compañera se arqueó por completo y un gemido largo puso punto y aparte a aquel instante. Amelia sintió cómo el interior de su novia abrazaba sus dedos y se contraía. Bombeaba. ¿Latía? Sí. Buscó sus labios porque se moría por saber cómo sería el orgasmo en un beso. Lo descubrió al encontrar su lengua: era esperado, salvaje, extático.

Mantuvo los dedos en el interior de Carla, pero dejó que su cuerpo cayera sobre el de ella. Comenzaba a anochecer. Sus respiracio­nes se acompasaro­n durante unos segundos y, todavía dentro de ella, se acercó a su oído y le pidió:

―No te vayas a estudiar a París. ―La voz de Amelia sonaba vulnerable, a pesar de que no había sido ella la víctima del orgasmo―. Por favor.

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