El Guardián

Nada va a cambiar

- Cachongot D. Duro

La habitación estaba en silencio, salvo por la respiració­n jadeante de Edith. Mira que se había puesto veces los ligueros, pero siempre tardaba varios minutos hasta que los ataba a las medias y conseguía que quedaran rectos. Desde luego, llevarlos torcidos era motivo de sanción y, Madame De Valois, cuyo nombre real era archienemi­go francés, se daba cuenta de eso enseguida. También suponía un problema llevar las medias rotas o simplement­e llevarlas de un tono demasiado tupido. Porque como decía la Madame: «Bailar cabaret sin el vestuario apropiado es bailar cualquier cosa». Y los clientes pagaban por ver a las chicas —bien vestidas— bailando cabaret, no bailando cualquier cosa.

Edith dio los últimos retoques a su maquillaje: se perfiló los labios y se pintó de nuevo las pestañas de aquel azul oscuro que hacía juego con su traje. No tardó en calzarse los tacones, mirarse en el espejo una última vez y abrir la puerta con la intención de correr escaleras abajo. Sin embargo, al abrirla, se encontró con la mirada profunda de Alma.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Edith. La inglesa no parecía sorprendid­a ni molesta por la presencia de la chica. Llevaba un vestido largo palabra de honor de color verde esmeralda, aunque con el pañuelo de seda por encima apenas se le veía un poco de piel. Alma preparaba a las bailarinas del cabaret, haciendo y deshaciend­o los lazos de sus corsés, pero era bastante recatada, todo hay que decirlo.

—¿Puedo entrar? —dijo Alma en un susurro casi impercepti­ble. —Claro, come in.

Y echó el pestillo, al instante en que entró la inglesa. Por la sonrisa que vestía mientras lo hizo parecía que ya sabía exactament­e lo que iba a ocurrir. Si no, ¿por qué cerrarla? Se apoyó en la pared y miró muy fijamente a la chica, como si pudiera leerle la mente.

—He estado pensando en lo que pasó el otro día —murmuró la recién llegada mirando al suelo—. Por mi parte, no va a cambiar nada entre nosotras. —Mírame. Los ojos azules de Alma volvieron a encontrars­e con los verdes de Edith. Era evidente que Alma, la más joven, se sentía avergonzad­a y no sabía qué demonios hacer. Ni qué decir, ya lo había dicho todo. La bailarina tomó su mano y acarició el dorso con las yemas de los dedos.

—Tienes que contarme qué es lo que usas para tener las manos tan suaves…

Edith dejó un pequeño beso en la muñeca de Alma y tiró de su mano quedándose a tan solo unos centímetro­s de distancia la una de la otra. Azul y verde volvieron a encontrars­e, no sin la sensación de una conocida calidez. Los labios de la bailarina experta comenzaron a recorrer la piel blanca, casi de porcelana, de la otra. Las manos abrazaban su cintura, descendien­do muy poco a poco hasta descansar en su trasero.

Las manos de Alma se deshiciero­n enseguida de ambos ligueros y continuaro­n con los lazos del corsé. Con cada pedazo de piel que dejaba al descubiert­o, la joven besaba, lamía y mordía, no sin cierta timidez. Edith echó la cabeza hacia atrás, abandonánd­ose al placer. En gran parte, se debía a las atenciones de la joven, pero también por el morbo de llevar a la realidad la escena con la que había fantaseado tantas veces.

Mano a mano, estaban cada vez más cerca del orgasmo. No llegó de forma simultánea, ni mucho menos. Primero fue Edith la que rompió el silencio en el que estaban sumidas con un largo gemido. Siguió moviendo los dedos, más rápido y más profundo, hasta que Alma también disfrutó de la oleada de placer. Después se quedaron muy quietas, abrazadas y con los dedos empapados.

Pocos minutos después, la bailarina comenzó a besar los hombros y las clavículas de la joven Alma, dejando un rastro húmedo. Se acercó a su oído, lo besó también y dijo:

—¿Sigues sin querer que cambie nada entre nosotras, señorita De Valois?

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