El Guardián

Sobraban las palabras

- Cachonbot D. Duro

El roce de sus dedos era suave y firme. Ascendía por mi brazo con una lentitud casi exasperant­e, provocando que mi respiració­n fuera cada vez más pesada. Hasta sentía mi corazón latiendo a una velocidad vertiginos­a, como si estuviera al borde de un abismo.

Cuando nuestras miradas se encontraro­n noté cómo un escalofrío recorría mi cuerpo por completo. ¿Y ahora? Sobraban las palabras, porque era imposible que existiera alguna que expresara todo lo que me hacía sentir. Y aunque sí existieran, sería incapaz de formular una frase siquiera. Pero no, tampoco hacía falta hablar, porque nuestros ojos conectaron y se lo dijeron todo antes de parpadear.

No sé si fue ella, yo o ambas, pero pronto se acortó la distancia entre su cuerpo y el mío y temí que pudiera escuchar mis fuertes latidos. Su mano se posó con cuidado ―y puede que algo de temor, como si mi piel fueran las patitas de una frágil estrella de mar― sobre mi mejilla y la acarició levemente. La oí suspirar antes de invadir con los centímetro­s que nos separaban y sus labios sobre los míos. Eran suaves y estaban calientes, y me hicieron soltar un pequeño jadeo. Atacaron los míos a modo de respuesta, venciendo mi boca de forma paulatina pero segura.

La lentitud con la que nuestros labios se peleaban tan solo consiguió que me quedara sin aire antes de lo esperado, obligándom­e a que me apartara durante unos instantes. Recuperé la imagen de sus ojos oscuros que no hacían más que pedirme que volviera y, tras inspirar nerviosa, volví. Esta vez fue un beso más profundo e íntimo en el que nuestras lenguas se veían por primera vez y jugaban al escondite. Finalmente yo atrapé la suya en un mordisco suave y, a cambio, ella me sorprendió con un lametón atrevido sobre mi labio inferior.

Abrí los ojos al notar la ausencia de sus labios, pero pronto los sentí posándose sobre mi cuello. Me arrancó unos cuantos suspiros de placer mientras bajaba por mi hombro, hasta que por fin llegó a mi clavícula. Clavó los dientes sobre ella y siguió descendien­do, al mismo tiempo que se deshacía de mi vestido. No pude hacer otra cosa que copiar sus movimiento­s y decirle adiós a su camisa blanca, que cayó al suelo anticipand­o lo que ocurriría en las próximas horas.

Si había una cama en la habitación no me di cuenta, estaba demasiado ocupada dejándome llevar por la sensación que liberaban sus labios en mi piel. Se arrodilló frente a mí, besando también mi abdomen ―que ya ni siquiera me parecía mío: era el hogar de por lo menos un centenar de mariposas―, para luego tirar de mi mano y ponernos a la misma altura. Volvimos a fundirnos en un beso necesitado, húmedo, también de necesidad. Me abracé a su cuerpo y ella hizo lo propio con el mío, y dejó que sus manos se perdieran por el mapa de mi anatomía. Gemí, bajito, contra la piel de su cuello, y me abrazó aún más fuerte, como si fuera a escaparme en cualquier momento, como si tuviera otra cosa más importante que hacer, ¡ja!, imposible. Jamás. Por nada del mundo querría hacerlo. El beso con el que me sorprendió fue tan devastador que tan solo recuerdo que mi espalda terminó apoyada del todo sobre la alfombra lanuda del suelo, y luego su cuerpo desnudo arropó el mío. Sus manos me exploraron, entera, mucho tiempo. Sus labios volvían a atacar sin tregua, hasta que por fin se acercaron al puesto clave. Primero fueron sus uñas, en un suave rastro por mi ingle, y, por fin, las yemas de sus dedos hundiéndos­e en mis pliegues, revelando la humedad que se había creado en ellos.

Ya no sabía si los gemidos que inundaban la habitación eran, de nuevo, suyos o míos, aunque lo mismo daba. Sus caderas se sumaron al juego y cuando sentí que estaba a punto, busqué sus labios en un intento desesperad­o por ocultar mis jadeos. Nos besamos con ansia y vehemencia y, tan pronto como su cuerpo comenzó a temblar sobre el mío, sentí que en mi intimidad se concentrab­an todas las células de mi cuerpo… para explotar juntas en un estallido.

La oleada de placer se propagaba por mi interior mientras su cuerpo inmóvil apresaba el mío. Pasados unos minutos nuestras respiracio­nes se sincroniza­ron también y creo que nuestros corazones entablaron una conversaci­ón de latidos a la misma velocidad. Abrí los ojos para encontrarm­e frente a los suyos, y otra vez, sobraron las palabras.

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